Ese mismo día, en casa de Tamara, Esther despertó con una calma extraña en el cuerpo. Sentía los músculos relajados, como si hubiese dormido profundamente por primera vez en mucho tiempo. Se incorporó despacio, mirando a su alrededor con esa pereza deliciosa que da un buen descanso, y entonces cayó en la cuenta: era tarde, mucho más de lo habitual. De hecho, al calcular por la luz que se colaba por la ventana, dedujo que ya habían pasado al menos dos horas desde la hora en que Edwyn solía despertarla.
Un ligero rubor le subió al rostro. Vaya, dormí como una reina… pensó, mientras se alistaba apresurada, amarrándose el cabello con un nudo rápido y bajando las escaleras.
En la planta baja, el olor a pan y té llenaba el aire. Tamara estaba colocando la mesa con calma, moviéndose con esa naturalidad que transmitía confianza.
—Mi niña —dijo con una sonrisa cálida—, ya las cositas están servidas para que comamos.
Esther correspondió con una sonrisa luminosa, pero apenas dio un paso hacia la mesa, aquella tranquilidad se quebró. Kenneth entró en ese momento, caminando con desgano. Tomó un trozo de pan sin decir palabra, y se fue hacia afuera. La muchacha lo observó en silencio, un poco incómoda, como si de pronto alguien hubiese roto un hechizo.
Antes de que pudiera acomodarse, un hombre que rondaba los treinta apareció desde la habitación junto a la sala. Tenía el cabello despeinado, una barba descuidada y un aire adormilado, como de alguien que había dormido de más o que apenas despertaba de una resaca.
Esther se quedó petrificada.
¿Quién es este? pensó, sintiendo que la tensión le recorría el cuerpo. El recuerdo del día anterior, cálido y ameno junto a Tamara, contrastaba con la incomodidad de ese instante. Ya lo sabía… con los hijos todo será diferente. Qué pena, qué incómodo.
El hombre clavó los ojos en ella. Sin disimulo, la recorrió de pies a cabeza, como evaluándola, mientras ella, nerviosa, apenas pudo soltar una risa forzada y decir en voz alta, para cortar el momento:
—Bueno, Tamara… ya me siento.
Avanzó y tomó asiento, aunque por dentro se retorcía. El desconocido, lejos de retirarse, se sentó justo a su lado, y continuó mirándola con descaro. Esther apretó las manos sobre su regazo, fija la vista al frente, deseando que el silencio se rompiera pronto.
Fue él quien lo hizo, todavía con esa mirada invasiva:
—Madre, ¿esta es la supuesta damisela bella que habías dicho que se quedaría con nosotros?
Tamara, que traía una tetera humeante, dejó escapar una risita mientras se sentaba.
—Sí, Alan. ¿Y no es bella? Parece una muñequita. —Le lanzó una mirada severa, y su voz se endureció de pronto—. Pero no vayas a incomodarla, Don Juan. Ella no caerá en tus estrategias. Ya te vi maleducado. Ella más bien se casará con un caballero.
El tono de ilusión con el que pronunció esas últimas palabras hizo que Esther tragara saliva.
Alan arqueó una ceja y respondió con sorna:
—¿En serio piensas que haré algo? Creo que me engañaste, madre. Pensé que era una doncella bella… pero más bien parece una niña andrajosa.
Esther abrió los ojos de golpe, la indignación le subió en caliente. Estuvo a punto de soltarle unas verdades en la cara, pero las palabras de Edwyn resonaron en su memoria: “No te pelees con los hijos de Tamara.” Cerró la boca de golpe, y con una mueca de desprecio giró la mirada hacia la pared.
No hizo falta que ella se defendiera. Tamara golpeó la mesa con fuerza y se levantó como un resorte:
—¡Alan! Tu insolencia no tiene límites. ¿No tienes respeto ni siquiera por mi invitada? —y añadió, con un brillo retador en los ojos— Esta es la prometida de Edwyn. Además, ya somos amigas, así que la respetas.
El aire se congeló.
—¿¡Qué!? —dijeron Alan y Esther al unísono, incrédulos.
Esther se sonrojó hasta las orejas, riendo nerviosa:
—Tamara… ¿cómo dices eso?
Alan, en cambio, reaccionó con indignación:
—¿¡Edwyn se casará con ella!? ¿En qué momento? ¿De dónde salió esta muchacha? Eso es imposible. Hace poco su padre me dijo que jamás se casaría.
Tamara le respondió con firmeza:
—No seas tan metiche. Solo debes saber que se casarán. Aunque el padre de Edwyn dijera lo contrario, la gente puede cambiar. —Se echó a reír.
Alan apretó los dientes, incrédulo.
—Es imposible… seguro exageras como siempre. —Volvió a mirar a Esther de arriba abajo y soltó una risita burlona—. Muchacha, no creo que te merezcas a Edwyn. Seguro lo que quieres es aprovecharte de un soltero para vivir como una garrapata. Para eso sirven esos matrimonios arreglados, solo benefician a la mujer.
El gesto de Esther cambió de inmediato. Alzó las cejas, contuvo el enojo, pero antes de que Tamara interviniera, ella habló con voz firme:
—Eres irrespetuoso. Te crees con aires de grandeza, pero en realidad solo eres un hombre buscando llenar un vacío a costa de mujeres. ¿Será que te enojas conmigo porque, en el fondo, estás enojado contigo mismo por no ser suficiente?
Alan se quedó helado, sin palabras. Esther, con el corazón a mil, giró hacia Tamara y añadió con un hilo de voz, aunque firme:
—Perdón por mis palabras hacia su hijo, pero usted ya vio cómo me habla. Comprenderé si me echa. Prefiero irme que soportar a este niño disfrazado de hombre.
El silencio fue inmediato. Esther sintió pánico. ¿Y si me echa? ¿Dónde dormiré ahora?
Pero la reacción de Tamara fue inesperada: primero abrió los ojos, sorprendida… y luego rompió en una carcajada sonora que llenó toda la casa. Alan se quedó con la boca abierta, atónito de haber sido enfrentado de esa forma. Esther, ruborizada, no pudo evitar reírse nerviosa junto a Tamara.
—¡Así es, mi niña! Muéstrale quién eres, no te dejes humillar. Hasta ahora solo yo me he sabido defender. Tenemos más en común de lo que parece —dijo Tamara, orgullosa. Luego miró fijamente a Alan—. ¿Y tú? ¿No tenías asuntos pendientes en el pueblo?