A Través del Tiempo

Capítulo 18- Culpas internas

El día se había vuelto pesado de pronto. Después de arrastrar a Philip hasta la casa como quien lleva una carga demasiado torpe. Apenas había cerrado los ojos cuando oyó un ruido en la entrada, pasos, voces, el crujir de la puerta. El corazón le dio un vuelco seco.

Antonia entró de primera, con la cara desencajada al ver a Philip tirado y sucio en la banca; presa de la alarma vino derecho a este. Aquella urgencia le devolvió a Edwyn la sangre a la cabeza.

—¡Philip! —gritó Antonia, arrodillándose junto al hombre—. ¿Qué te ha pasado?

Edwyn intentó decir algo que sonara simple, explicativo, y se le trabó la voz:

—Se... se emborrachó en el bar…

No llegó a completar la frase. Un golpe seco cruzó la habitación, la mano de Timothy cogió a Edwyn por la cara y le cruzó la mejilla con una bofetada tan fuerte que lo lanzó al suelo. La madera resonó; la mejilla le ardió como si le hubieran prendido fuego.

—¡Inútil! —tronó Timothy desde la puerta, con la voz cargada de veneno—. Eso es lo que eres. Tenías que cuidarlo y ¿lo dejaste ir al bar?… ¿cojeando?, ¿qué clase de pecado cometimos ahora por tener un hijo tan desobediente?

Rose apareció, más muda que airada, como intentando bordar calma donde no la había. Su mano se interpuso entre Timothy y Edwyn, con una súplica apenas contenida.

—Cálmate, por favor —rogó Rose—. Ya sabes que Edwyn siempre cumple. Algo habrá pasado, hijo, cuéntanos.

Edwyn, tendido en el suelo, sintió el mundo comprimirse. El dolor de la bofetada palidecía frente al calor agrio de la vergüenza que le subía por la garganta. Contuvo la rabia como pudo.

—Él me ignoró —dijo despacio—. Se fue sin decir a dónde. Entró al bar y yo no pude entrar. Lo esperé… no pensé que llegara a esto.

Timothy se agachó, lo obligó a mirarle tomando su barbilla con mano dura. La luz de la vela bañaba sus rasgos, la marca roja en la mejilla de Edwyn brillaba como una señal.

—No seas tan inútil la próxima vez —dijo Timothy, como si nombrara una regla de la casa—. Esto lo hago por tu bien.

Y se fue a fumar, dejándolos con la respiración contenida.

Antonia no protestó, no con palabras; dejó que la incredulidad le invadiera el rostro y en segundos se arrodilló a su lado, limpiándole la mejilla con cuidado, las manos temblando.

—¡Hermanito! —susurró, la voz tronchada—. No mereces que te traten así.

Las lágrimas le rodaron por las mejillas a Antonia; Edwyn, mirando el suelo, sintió que algo se le quebraba por dentro más que por fuera. Con un gesto torpe, cogió la mano de la hermana y le limpió las lágrimas. —Fue solo un roce pequeño— entre los dos hubo un silencio que lo decía todo.

—No quiero que sufras por mí —le dijo —. No mereces sufrir por nadie.

Antonia lo miró como a un niño y le sostuvo el rostro con ternura.

—Eres un buen chico, no merecías esto —insistió—. Creelo Edwyn, no tienes la culpa, no creas nada de lo que te dijo padre, no eres inútil.

Edwyn intentó absorber el consuelo como quien respira algo fresco. No quería quebrarse delante de ellas. Se levantó despacio y fue a su cuarto mientras su madre y su hermana se quedaban juntas, con la casa cargada de una tristeza palpable.

Rose se dejó caer en la silla de la cocina y rompió a llorar. Antonia la abrazó, las dos compartiendo un llanto que no sabía dónde poner la culpa.

—¿Crees que Edwyn será feliz? —preguntó Antonia, sollozando—. Antes era un niño soñador… ahora apenas muestra lo que siente.

—Me parte el alma —respondió Rose entre sollozos—. No es que Timothy sea malo; lo que pasa es que tiene ideales muy fuertes. Pero sabes... Creo que... algo ha cambiado en Edwyn estos días. Lo siento distinto… más distraído. Quizá está empezando a sentir— Rose desvió la mirada, como temiendo confesarlo—...algo que antes no había y que no quiere contar. Pero... Si eso le da vida, lo protegeré entre las sombras.

Antonia se quedó un instante en silencio, la sorpresa abriéndole paso a la ternura. Le puso la mano en el hombro a su madre y, con la voz quebrada por lo que sentía, le dijo:

—No luches sola, madre. Cuéntale lo que sientes a Edwyn. Yo vendré más seguido; no tienes que cargar con todo esto.

Rose la miró, se dejó abrazar y, entre sollozos suaves, masculló:

—Mi niña… te has vuelto muy madura. Así lo haré.

El gesto fue sencillo pero pesado de alivio: dos mujeres compartiendo una decisión que quitaba algo de peso del pecho de ambas. Afuera, la casa retomó sus sonidos habituales, pero en el cuarto de al lado una escena diferente sucedía para Edwyn.

Edwyn estaba sentado en el borde de la cama, las manos apoyadas sobre las rodillas. Las lágrimas le caían sin ruido, una tras otra, y sus dedos se movían en pequeños círculos sobre la mejilla dolorida; el calor del golpe aún le ardía bajo la piel. Miraba el suelo y repetía, casi en voz baja:

—Nunca doy lo suficiente… no pude evitar lo de hoy… mi padre tiene razón, soy inútil…

La voz se le quebró y la autocrítica parecía romperle aún más por dentro. Pero entonces, como un contrapeso que lo suavizaba, vino el recuerdo de Antonia: la forma en que ella lo había mirado, la confianza a pesar de todo.

—Antonia sabe cómo soy —se dijo—. Ella confía en mí a pesar de que la he decepcionado. No puedo seguir decepcionándola pensando que soy inútil. Mejoraré… por ella.

Acababa de prometerse algo tibio y frágil cuando la puerta se abrió y Rose apareció cargando un plato. Sus ojos estaban enrojecidos, pero su voz fue más práctica que sentenciosa:

—Hijito, toma tu comida. Así no tienes que mirar la cara de ese padre tuyo ahora.

Se sentó a su lado y dejó el plato sobre la cama. Edwyn limpió sus ojos con el dorso de la mano, intentó secarse las lágrimas. Sus ojos rojos lo traicionaban, cuando tomó la cuchara dijo, con voz triste:

—Gracias, madre.

Rose lo miró con la paciencia de siempre y, tratando de aligerar la atmósfera, comentó:




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