En casa de Tamara, Esther salió del establo después de hacer sus labores bajo la tutela de Kenneth. Con los brazos adoloridos y un mechón de cabello rebelde escapando de su amarre. El olor a heno aún le impregnaba la ropa y las manos, y mientras avanzaba hacia la casa pensaba en lo extraño que le resultaba sentirse cómoda en un lugar que apenas empezaba a conocer.
Pero se detuvo en seco. Frente a la cerca, en la entrada de la casa, distinguió a Alan, recién regresado, y a su lado venía un muchacho más joven que ella no había visto antes. Tenía un aire tranquilo, alto, de cabello lacio y largo peinado hacia atrás, y algo en su postura denotaba una calma que contrastaba con la energía siempre tosca de Alan.
Esther se quedó observando desde la distancia, sin decidirse a avanzar. No esperaba encontrarse con alguien nuevo, mucho menos después del incómodo desayuno. En eso Alan entró a la casa, y para su sorpresa, Tamara salió con los brazos abiertos. Recibió al muchacho con una ternura casi maternal, le acomodó el hombro, le habló con una sonrisa tan cálida que por un instante pareció olvidar la tensión con respecto a Alan.
Esther pensó: ¿Quién será este? De verdad que Tamara trata a todos con tanta dulzura, incluso a quienes no son de su familia, ¿o él lo será?
Tamara, al notar que Esther la observaba desde lejos, le hizo una seña con la mano.
—¡Mi niña! Ven, acércate, que te voy a presentar.
El corazón de Esther dio un brinco. Tragó saliva, se alisó instintivamente el vestido con las manos y caminó hacia ellos, con pasos inseguros.
—Querido Adam —anunció Tamara, orgullosa, posando una mano sobre el hombro del recién llegado—, esta es Esther. Quizá algún día ella necesite de tus servicios. Ya sabes… cuando se case con Edwyn, van a requerir bastante heno para su caballo. —Y estalló en una carcajada sonora que hizo que a Esther se le encendieran las mejillas como brasas.
La joven intentó forzar una sonrisa, pero lo único que salió de ella fue una risa nerviosa y corta, no podía creer que Tamara gritará a los cuatro vientos una mentira que ella misma se había tragado, cada vez era más difícil decirle lo contrario después de verla tan ilusionada con la idea.
El muchacho, Adam, se inclinó levemente, con un gesto educado. Cuando estuvo más cerca, Esther lo miró bien: su rostro era joven y atractivo, con facciones suaves, pero lo que realmente la dejó inmóvil fueron sus ojos. Uno era claro, de tonalidades celestes; el otro, de un verde oscuro prominente. Una heterocromía que parecía atrapar la luz de manera extraña. Por un segundo, Esther se descubrió contemplándolo con cierta fascinación.
—Oh, en serio, doña Tamara —dijo Adam con voz grave y tranquila—. Es un placer conocerla, damisela Esther. No dude en visitar mi lugar de trabajo. Será un honor colaborar con ustedes cuando lo necesiten.
El contraste con Alan era tan evidente que Esther no pudo evitar sorprenderse. La cortesía, la manera de hablar, la serenidad en su tono… era un mundo distinto al sarcasmo y la prepotencia del hijo de Tamara.
Justo entonces, Alan salió de la casa cargando un costal. Su mirada cayó de inmediato sobre Esther, y frunció el ceño.
—Adam, vámonos —ordenó, poniéndole una mano en el hombro con brusquedad—. Aquí hay una mosca rondando entre nosotros.
Esther apretó los labios con incomodidad, entendiendo perfectamente a quién se refería.
Tamara resopló, exasperada.
—¡Ush, este muchacho! Solo canas me saca con esa boca.
Adam, ya arriba en el carruaje, giró el rostro para despedirse. Su gesto fue amable, pero su mirada estaba desenfocada, perdida en algún punto indeterminado. Aquello llamó la atención de Esther al instante, y se quedó observándolo con una extraña mezcla de intriga y ternura.
Tamara no dejó pasar su silencio.
—¡Ay, mi niña! Claro… no conocías a Adam de nada.
Esther bajó la mirada, intentando disimular lo mucho que había notado.
Tamara prosiguió, entusiasmada:
—Adam es muy buen amigo de mis hijos. Les ayuda con el alimento de los caballos. Trabaja en el centro del pueblo y hace muy buen trabajo de establo. Tanto, que hasta le sirve a familias adineradas. Es responsable y trabajador. Aunque los chismes maliciosos sobre sus ojos son todo un problema, la gente es mala y no les gusta lo exótico.
Se inclinó un poco hacia Esther, como compartiendo un secreto:
—Eso sí, como viste, tiene la mirada algo perdida. Pobrecito, necesita ayuda para algunas cosas. Hoy, por ejemplo, tuvo que venir con Alan para transportarse. Adam es ciego. Bueno… él dice que no lo es, pero casi no ve nada. Dice que ve manchas, parches… pero para mí, eso ya es estar ciego.
Esther abrió mucho los ojos.
—¿En serio? ¿Tiene… discapacidad visual?
Tamara frunció el ceño, confundida.
—¿Discapacidad visual? ¿Así dicen ustedes ahora? Es una bonita forma de decirlo. Bueno, como quieras llamarlo, sí, eso tiene. Pero, ¿no viste qué guapo es? Guapísimo. Una lástima, esos ojazos desperdiciados.
Esther, hecha un manojo de nervios y asombro, apenas pudo sonreír.
Tamara, feliz, no la soltó:
—Aunque claro, tú solo tienes ojos para Edwyn. Obvio no lo notaste… ¿o sí lo notaste? —rio con picardía, arqueando una ceja.
Esther sintió que la sangre le hervía en las mejillas, cada vez se sentía más avergonzada de hablar sobre esos temas con Tamara. Y dijo:
—¡Tamara! En serio…
Pero la mujer ya estaba muerta de risa, sosteniéndose el costado de tanto reír.
—Ah, y otra cosa. Adam no siempre fue así. De niño veía perfectamente. Lo suyo fue por un accidente… aunque ese chisme no lo tengo completo. Te lo debo mi chiquita.
Se giró hacia la casa, sacudiendo la mano en el aire.
—Bueno, lo importante es que lo conocieras. Puede ser un buen contacto en el futuro… cuando se casen.
Esther la siguió, casi tropezándose con la propia vergüenza.
—Sí… claro… —murmuró entrecortada, todavía roja como un tomate.