A Través del Tiempo

Capítulo 20- Propuestas comprometedoras

El calor del fogón aún se sentía en la cocina mientras Tamara ayudaba a Esther a secar la ropa empapada. El vapor que subía de la olla se mezclaba con el olor a leña, llenando el ambiente de una calidez extraña, casi hogareña.

—Ay, mi niña —suspiró Tamara, dándole unas palmaditas en los hombros mientras la envolvía en un paño seco—, ya me siento mal de haberte ofrecido ese trabajo. Yo sabía que no te iba a gustar. Después de cómo te trató Alan, ese sinvergüenza… ¡todo malcriado con su futura profesora! —se cruzó de brazos y ladeó la cabeza, con un gesto entre travieso y suplicante—. Bueno… si así lo deseas, Esther.

Esther del susto volvió a toser de golpe, tan fuerte que casi se le salieron las lágrimas.

—¿Eso es un no? —preguntó Tamara, con cara de tristeza.

La muchacha suspiró, sin saber cómo seguir negándose sin quedar como una desagradecida.

—Es que, Tamara… —balbuceó—. Es muy difícil para mí. Ya sabe que vivo con Edwyn… yo le enseño a él. Además, usted misma dijo que debe haber una razón para que yo tenga conocimientos en números. Si la gente lo nota, me meteré en problemas. Y ya vio que no le caigo nada bien a Alan. ¿Qué tal si se pone a contárselo a todo el mundo? Aunque seguro ni aceptará…

Terminó hablando con tono casi histérico, esperando que todo ese discurso la librara de la propuesta. Pero Tamara, lejos de ceder, le tomó las manos con fuerza, como suele hacer pareciendo querer sellar una promesa.

—¿Eso es lo que te incomoda, mi niña? Tranquila. Edwyn y mis hijos pueden estar presentes y todos aprenderán al mismo tiempo. Además, estoy segura de que Alan no abrirá la bocota si está Edwyn. ¡Ya sabes que lo estima demasiado!

Esther abrió los ojos con sorpresa.

—¿Alan? ¿A Edwyn? ¿crees que se calme si está con él?

—¡Claro! —afirmó Tamara con una sonrisa de satisfacción—. Desde que eran niños no lo ve, pero cada año me pregunta varias veces por él. Lo quiere mucho. Lo que pasa es que como Edwyn siempre está trabajando, Alan nunca se anima a visitarlo y molestarlo.

El sudor frío le recorrió la frente a Esther. ¿Cómo iba a decirle que no a la mujer que la había tratado como a una hija desde el primer día? Su cabeza giraba buscando una excusa convincente, y cansada de inventar, soltó:

—Pero… como usted misma dijo, Tamara, Edwyn trabaja mucho. ¿En qué momento podría venir hasta aquí?

Tamara se llevó la mano al mentón y se quedó tres segundos en silencio, como si estuviera resolviendo un acertijo complicado. Entonces, de pronto, su rostro se iluminó con una sonrisa triunfal.

—¡Ya lo tengo, mi chiquita! Y si parte del pago por las clases fuera que Kenneth le ayude en la casa a Edwyn… ¿qué dices? Así tendría tiempo libre para venir, y hasta le sobraría tiempo para estar de enamorado contigo.

Esther se levantó de golpe, como si le hubieran echado agua helada encima. El rubor le subió hasta las orejas.

—¿Tamara, qué…? ¡Este… pues… la oferta no es mala, pero...! —dijo atropellada, tragando saliva.

Y por dentro pensaba con un caos absoluto: Quitando el detalle de que ella cree que Edwyn y yo estamos enamorados, lo cierto es que un poco de ayuda en la casa le haría bien… Kenneth es experto y seguro aliviaría la carga de Edwyn. ¡Pero qué enredo! Y si Alan realmente se comporta bien cuando Edwyn esté, todo sería más fácil… ¿y si al final de todo nada sale mal y todos viven felices para siempre como en las historias? ¡Ay, qué difícil! ¿Será que Edwyn también está tomando decisiones así de complicadas en este mismo momento? No… seguro él está tranquilo, ayudando a su hermana mientras hace la cena a su cuñado.

Tragó saliva y, de pie frente a Tamara, intentó una última resistencia.

—Pero… ¿no cree que su casa queda demasiado lejos para estar viniendo seguido? Tanto para nosotros… como para Kenneth. —Rio nerviosa, con esa risa temblorosa que solo delata desesperación.

Tamara, como siempre, tuvo respuesta inmediata.

—¡Ay, niña! Para eso tenemos caballos. Más tardamos en ir al pueblo casi a diario que lo que les costaría venir aquí un par de veces a la semana.

Esther esbozó una sonrisa tiesa, de pánico absoluto.

¿Cómo hace esta mujer para tener respuesta a todo lo que digo? ¿Por qué no entiende que no quiero? Maldición.

—Pues… la verdad... creo que esa decisión debería tomarla Edwyn… y, bueno, sus hijos también —dijo al fin, cediendo, con el alma encogida.

En su mente gritaba: ¡Rayos, otra vez echándole la carga a Edwyn! Perdón, Edwyn… otra vez yo molestando.

Tamara aplaudió contenta.

—¡Perfecto! Entonces solo me queda convencerlos a todos. Dalo por hecho, mi niña. Además, tranquila: tu secreto de que sabes enseñar me lo llevo a la tumba. Solo mis hijos y yo lo sabremos. Y si Alan hace algún berrinche… lo amenazaré con quitarle su parte de la herencia. —Se echó una carcajada tan fuerte que aturdió a Esther—. Y si no cae con eso, le digo que no le vuelvo a hablar nunca más. Es un ingrato, pero sé que me quiere lo suficiente como para ceder.

Esther se dejó caer en la silla, como rendida, con la mirada perdida en el suelo.

—E… está bien. Lo dejo en sus manos —dijo, resignada.

Tamara la miró con ternura, tocándole la mejilla.

—De verdad, mi niña, aunque apenas llevas un día aquí ya te siento como una hija. Me alegraste el día. Bien, voy a lavar unos trapos afuera. Quédate tranquila, ya hiciste bastante hoy.

Salió tarareando y cerró la puerta.

Esther se quedó sola, clavada en la silla, con el estómago revuelto. Se cubrió la cara con ambas manos y, al borde del colapso, gritó con todas sus fuerzas para liberar la ansiedad:

—¡Así es, Esther… te acabas de ganar la lotería de la mala suerte!

Esther salió a los alrededores de los terrenos de Tamara, todavía con la sensación de haber perdido una batalla que ni quería pelear. Caminaba despacio, con la mente enredada en pensamientos que no se detenían, repitiendo cada palabra de Tamara como un eco que no la dejaba en paz.




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