A Través del Tiempo

Capítulo 21- Un misterioso pergamino

En casa de Tamara, el desayuno había transcurrido sin prisas. Esther se había sentado a la mesa con una tranquilidad que no recordaba desde hacía meses. El pan aún tibio, la leche recién recogida; todo tenía un sabor especial porque se lo estaba permitiendo, sin cargas ni carreras.

Sin embargo, cada vez que levantaba la vista, encontraba a Tamara observándola de reojo. La mujer hacía como que recogía platos, como que revolvía la olla… pero sus hombros temblaban por unas risillas escondidas, pequeñas carcajadas que estallaban apenas contenidas.

¿Qué será lo que tanto le causa gracia? pensaba Esther, clavando los ojos en el pan, evitando levantar la cabeza. Mejor ni lo averiguo…

Cuando terminó, se estiró en la silla y dijo con un aire de decisión que hasta a ella misma la sorprendió:

—Esta vez quiero ayudarte en la casa, Tamara.

Los ojos de la mujer brillaron como si hubiera esperado esas palabras desde siempre.
—¡Ay, mi niña! —exclamó, dándole una palmada cariñosa en la mano—. ¡Perfecto! Me encanta esa actitud. Te voy a enseñar unas cositas que ya me cuesta hacer. Esta espalda mía no da para tanto.

Y así, poco después, Esther se encontró recorriendo los rincones más ingratos de la casa: esquinas altas, llenas de telarañas, recovecos donde la escoba no alcanzaba. Tamara le señaló una zona en particular, al lado de las gradas del segundo piso, donde el techo se unía en una esquina ennegrecida por polvo.

—Sube en esa banquita —le indicó—. Así podrás alcanzarlo.

Esther tragó saliva, arrastró la banquita hasta el lugar y subió, trapo en mano. Apenas estiró el brazo, la tela arrastró un cúmulo de telarañas… y en medio de ellas se movió una araña gorda, negra, con patas largas.

—¡AHHHHH! —chilló con voz desgarrada.

El susto la hizo tambalearse. Intentó aferrarse al borde del marco, pero resbaló. Un segundo después estaba en el suelo, con el vestido revuelto y ambas manos sujetándose el trasero.

—¡Ay, niña, pobrecita! —Tamara corrió hacia ella, entre alarmada y con risa—. ¿Cómo es posible que te hayas caído? De verdad que no tienes nada de equilibrio. ¡Y tan jovencita! —le pasó la mano por la espalda con ternura, aunque sin dejar de reír—. Pero no te culpo, no te culpo. Con esa carita de princesita seguro te mimaron mucho.

Esther, todavía en el piso, cerró los ojos y pensó algo indignada:
Increíble… me caigo y lo único que concluye es que me criaron como a una princesa.

Con ayuda de Tamara, volvió a subirse. Esta vez, con más orgullo que valentía, pasó el trapo de un manotazo sobre la telaraña y, victoriosa, declaró:

—¡Ya verá, Tamara! Voy a limpiar cada una de estas telarañas, y si aparece otra araña, la espanto yo misma. ¡Puedo con esto!

Pero apenas terminó la frase, recordó el punzazo que se siente cuando te caes.
—¡Ouch, ouch! —dijo entre muecas de dolor, apretando los dientes.

Tamara sonrió con ternura, negando con la cabeza.
—Ay, Esther querida… sí que eres una muchacha diferente. Ven, te voy a mostrar otra tarea.

Subieron juntas al segundo piso, hasta un cuarto que llevaba mucho tiempo cerrado. El aire era denso, cargado de polvo. El sol entraba en un ángulo sesgado, iluminando partículas que flotaban como pequeños fantasmas.

Tamara se detuvo en el umbral, como si dudara en entrar. Finalmente abrió la ventana, dejando escapar un aire rancio.

—Aquí dormía Paul cuando era niño… —dijo, y su voz se suavizó de inmediato, quebrándose apenas en las orillas—. Ese cuarto siempre fue suyo. Corría de un lado a otro, inventaba historias, y siempre decía que me amaba, que iba a cuidarme toda la vida, que sería mi héroe…

Esther se quedó en silencio, con el trapo colgando de sus manos, observando cómo Tamara pasaba los dedos sobre un viejo mueble cubierto de polvo.

—Pero ya ves —continuó, sonriendo triste—. Crecen… y alguien allá afuera les lava la mente. Se van a hacer lo que quieren, y ya no les importas.

Hizo una pausa larga. Luego soltó una risita amarga, mezcla de resignación y dolor.

—Es tan triste, Esther querida. Ojalá que cuando tengas tus hijos no te hagan lo mismo. Mejor que tengas hijas, siempre las hijas son superiores. Yo no sé por qué tuve tantos hijos varones… Ay, tal vez es un castigo divino, algo que hice en otra vida.

La carcajada que siguió fue corta, hueca, como un eco frágil que intentaba disimular el peso de la confesión.

Esther la miró con un nudo en la garganta. Sabía que detrás de esa risa se escondía una herida profunda. Pobre Tamara… aunque se ría, el dolor le está devorando por dentro.

Mientras Tamara sacudía con brío un trapo caído sobre la mesita del rincón, nubes de polvo se levantaban y flotaban como fantasmas. Esther, en cambio, se quedó inmóvil, curiosa, con la mirada fija en la cama arrinconada. Entre la madera carcomida del marco y las sábanas endurecidas por los años, algo sobresalía: un pequeño rollo, ennegrecido por la humedad y cubierto de motas de moho verdoso.

Con paso contenido, casi de puntillas, se inclinó hacia la cama. Sus dedos temblaron apenas lo tocaron, el pergamino estaba frío y áspero, como si hubiera estado dormido siglos en aquel lugar olvidado. Al desplegarlo, un hedor rancio se escapó, obligándola a apretar los labios para no toser. Su corazón se aceleró al ver que no estaba en blanco. Había escritura.

¿Un pergamino escrito… aquí? El pensamiento la atravesó como un relámpago. En una casa campesina no suele haber nada escrito… lo más parecido, y que ahora que lo pienso, fue muy extraño, es el que vi en casa de Edwyn, en esos papeles donde le enseñé sobre números. Pero esto… ¿por qué Paul tendría algo así escondido en su cuarto?

Frunció el ceño, acercando la hoja a la luz. Los trazos eran firmes, antiguos. Apenas alcanzó a distinguir unas palabras antes de que la frustración le subiera a la garganta: estaba escrito en latín. Reconoció la lengua de inmediato, pero leerlo era su talón de Aquiles. Hablarlo le resultaba natural, casi instintivo. Leerlo… eso siempre había sido su condena en la academia de Viajes en el Tiempo. Aun así, se permitió un suspiro de alivio. Igualmente, por suerte es latín, la lengua más común en esta época. Si hubiera sido otra, quizá ni siquiera podría identificarla.




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