Edwyn permanecía de pie, anonadado, con el corazón todavía latiéndole fuerte tras todo lo ocurrido. La sensación era extraña: una mezcla de satisfacción y desconcierto. Pues había visto a Leticia levantarse del suelo, con la falda empolvada y húmeda, la cara roja y bañada en lágrimas, temblando de la impotencia mientras apretaba los dientes y mantenía la mirada fija hacia abajo.
Las demás muchachas nobles, lejos de consolarla, se cubrían el rostro con abanicos enjoyados, soltando risitas ahogadas y cuchicheando entre sí como si aquel momento fuera el espectáculo de la semana. Una de ellas, con un tono presuntuoso, se permitió incluso decir en voz alta:
—Increíble, Leticia… bien sabes que la señorita Antonia es bastante inusual. No debiste comportarte así con la gente que ella tanto defiende.
Leticia alzó la mirada con odio, fulminándola con los ojos. Luego soltó un bufido, se ajustó el vestido manchado de tierra y caminó a paso firme hacia el carruaje en el que habían llegado, todavía con la humillación colgándole de los hombros como un manto pesado.
Antonia, en cambio, permaneció serena, observando cómo el grupo de nobles se alejaba. Pensaba para sí:
“Estas muchachas son un caso… todas piensan lo mismo, pero Leticia fue la única que tuvo el atrevimiento de decirlo en voz alta. Ahora paga el precio de su lengua.”
Antonia volvió la vista hacia Edwyn. Él seguía inmóvil, con la bolsa entre los brazos, contemplando todo con una mueca entre satisfacción y desconcierto. La tensión aún le recorría el cuerpo, y apenas vio que Antonia se le acercaba con elegancia, sus ojos se abrieron un poco más.
Alrededor, el bullicio del pueblo empezaba a reanudarse lentamente: algunos vendedores voceaban sus productos, niños curiosos se asomaban entre las piernas de los adultos para mirar lo ocurrido, y el murmullo de los espectadores se deshacía poco a poco, como un río que vuelve a fluir tras haberse detenido un instante. Todo eso parecía ajeno para Edwyn, quien solo veía a la noble avanzar hacia él.
“Oh no… ¿y ahora qué quiere esta mujer?”, pensó, retrocediendo unos pasos con el ceño fruncido y la incomodidad pintada en la cara.
Pero Antonia no se detuvo. Se inclinó apenas, con un saludo de nobleza impecable, y habló con voz clara:
—No se preocupe, muchacho. Es usted un buen pueblerino que no alzó la mano ni trató de forma despectiva a una mujer, a pesar de que ella intentó humillarlo. Quizá lo hizo por respeto a su posición… o tal vez por los valores con los que fue educado. Sea la razón que sea, fue un buen acto.
Hizo una pausa, bajando un poco el tono.
—Discúlpela. A veces la gente que crece rodeada de riquezas y servidumbre cree que puede tratar a los demás de manera déspota. Por lo menos, deseo de todo corazón que no se haga una mala idea de mí. Yo sueño con un futuro donde podamos congeniar con el pueblo de forma más natural y cercana, donde realmente nos entendamos.
Edwyn arqueó una ceja, sorprendido por aquellas palabras. Con cierta torpeza, se rascó el cabello y le respondió:
—Me parece que usted es una persona bastante inteligente y de buenos modales. Nunca pensé mal de usted… y por dicha, usted tampoco pensó mal de mí. Más bien… gracias por la ayuda. Sinceramente, se sintió muy satisfactorio que ella recibiera lo que se merecía —hizo una pausa, incómodo—. Sin ofender.
Rio un poco, bajando la mirada.
Antonia dejó escapar una risita suave y musical.
—Tranquilo, no muerdo. Bueno… Hace un momento sí —agregó con picardía—, pero porque esa niña mimada necesitaba una lección de modales.
Su mirada descendió entonces a la bolsa que Edwyn sujetaba contra el pecho. Sus ojos se abrieron un poco y, con gesto exaltado, lo señaló.
—¡Oh! ¿Eres tú el chico del que todas hablaban hace un rato? El que salió de la tienda de ropa de mujer con un vestido.
Edwyn se quedó helado. Sintió que un ojo le temblaba involuntariamente.
—D-de-de… ¿de qué hablas? —tartamudeó, desviando la mirada hacia un lado e irradiando sudor.
Antonia se llevó una mano a la barbilla, observándolo con los ojos entrecerrados. Caminó un poco más cerca, inclinándose apenas hacia él, como si quisiera verlo de más cerca.
—Mmmh, sí… —dijo con voz juguetona—. De fijo eres ese chico.
Soltó una risita descarada y pícara, disfrutando del momento.
—Parece que algunas mujeres te vieron entrar y salir con esa bolsa. Y ya sabes… no es nada común que un hombre vaya personalmente a comprarle ropa a una mujer.
Edwyn tragó saliva, con el rostro rojo hasta las orejas. Por dentro, la frase le golpeó con ironía pura:
“Ya parezco yo el que vino del futuro… ¿cómo iba a saberlo? Ahora entiendo por qué la dueña de la tienda se reía descaradamente…”
Antonia lo observaba con atención, con ganas de reír por ver cada gesto torpe que hacía. Se llevó el abanico a los labios y, con un brillo travieso en los ojos, comentó:
—Por tu expresión creo que es muy evidente… —soltó una risa aguda—. Pero no te sonrojes, muchacho. Es raro, pero tierno. No se ve seguido, pero en el buen sentido de la palabra. Antes parecía que algunas muchachas estaban hasta conmovidas.
Edwyn abrió los ojos como platos, sorprendido, y casi sin pensarlo dejó escapar:
—¿Cómo? ¿En serio? ¡Qué vergonzoso! No puedo creerlo…
Se llevó una mano a la nuca, riendo con nerviosismo.
—Esa señora fue la que me convenció, ¿sabe? La dueña de la tienda… —añadió, entre risitas tensas—. Y no es como que yo tenga una muchacha a la cual darle este vestido. Tal vez… tal vez se lo regale a alguna persona necesitada...
Volvió la cabeza hacia un lado, incapaz de sostener la mirada. El rubor le subía como fuego por las mejillas.
Antonia, arqueando una ceja, lo miró con incredulidad.
—Bueno… si tú lo dices —respondió despacio—. Aunque parece que tus palabras no se coordinan mucho con tus expresiones.
—¿Qué? —replicó Edwyn, con un sobresalto—. No entiendo de lo que hablas.