Esther se inclinó un poco más sobre el alféizar de la ventana, como si el peso de la curiosidad la empujara. Primero había pegado solo el oído, pero ya no se conformaba, asomó la cabeza imprudentemente, ignorando el riesgo de ser descubierta. Sus ganas de escuchar el chisme eran demasiado fuertes.
Las voces afuera no tardaron en volverse más claras. Cada palabra que gritaba Alan parecía cargada de un enojo que hervía desde lo más profundo:
—¡Es que yo me niego rotundamente! ¿Creen que soy un niño? Nuestra madre solo me atormenta, no le importa cómo me siento yo. Y ahí vas tú, de tonto, a hacerle caso en todo. ¡Ya somos adultos con vidas hechas, no necesitamos que nos diga qué hacer!
Esther arqueó las cejas, sorprendida. Su corazón se aceleró; no había escuchado a Alan tan furioso.
Kenneth, en cambio, se mantenía firme, aunque su voz era baja, grave, casi resignada. Miraba hacia un costado, evitando el contacto visual, pero la manera en que se plantaba transmitía una cierta imponencia.
—No hay nada que hacer, hermano —replicó con calma, aunque su tono llevaba un filo oculto—. Es hacer eso… o perderla. Sí, somos adultos, pero también seguimos siendo sus hijos. Ella desea cosas buenas para nosotros, y hay que aceptarlo. No podemos perder contra ella. Además… no creo que la idea esté del todo mal.
Esther apretó los labios. ¿De qué “idea” hablaban? La tensión le erizaba la piel.
Alan, sin embargo, no parecía dispuesto a escuchar razones. Su rostro estaba enrojecido, y la furia le sacudía la voz.
—¡Esa niña debería irse al infierno de donde salió! —vociferó con rabia—. Apenas vea a Edwyn, le daré una charla muy larga para que deje de fijarse en ese tipo de niñas impertinentes. ¿No lo ves? ¡Nuestra madre ya la ama, incluso más que a nosotros! Solo un par de días fueron suficientes para que ella nos reemplazara. Tenían que ser mujeres… todas son unas traidoras.
La última frase la gritó con tanta fuerza que su voz se quebró, como si las palabras arrastraran un nudo de dolor en su garganta.
Kenneth cerró los ojos un instante, bajó la mirada hacia el suelo y apretó los puños, conteniendo algo más de lo que decía. Finalmente respondió, con un tono grave que hacía vibrar el aire:
—Puedes gritarme y enojarte con ella… pero tarde o temprano le vas a tener que responder. Sí o sí. Porque… —hizo una pausa, respirando hondo— solo te advierto que ella te va a amenazar con algo que deseas. Y no podrás decirle que no. Ya lo verás.
Alan se quedó inmóvil unos segundos, como si la indignación le hubiera calado de golpe. Abrió los ojos con desesperación y replicó:
—¿¡Cómo dices!? ¿Hasta ese punto llegó? ¿Me estás diciendo que también te amenazó a ti?
Kenneth lo miró al fin, directo a los ojos, y dejó escapar un suspiro pesado.
—Me rehusé un poco… aunque tampoco estaba totalmente en desacuerdo. Y aun así me amenazó. La conozco, Alan. Contigo, la amenaza será peor que conmigo.
Kenneth no dijo nada más. En cambio, tomó la pala con la que removía el césped, se giró y comenzó a alejarse. Antes de perderse de vista, lanzó sus últimas palabras con un dejo de resignación:
—Por cierto Alan… te dio tiempo hasta hoy en la noche. Después de que hagas la cena.
El eco de esa advertencia quedó flotando en el aire como un presagio oscuro que Alan indignado no quería creer.
Esther, tras la ventana, retrocedió lentamente con la boca entreabierta. No podía creer lo que acababa de escuchar.
—¡No puede ser! — ¿En qué asunto estoy yo metida para que ese zoquete hable tan mal de mí?
Se dejó caer sobre la cama con un bufido.
—Ay, Tamara… ¿y ahora con qué problema saliste? —susurró en voz baja, aunque su mente no dejaba de girar.
Pobre Kenneth… tener que escuchar a su hermano soltar la lengua sin importarle nada. Además… ¿cómo fue que dijo? ¿Que Tamara los reemplazó por mí en un par de días?
Esther resopló indignada.
—¡Pfff! Pues la versión que yo escuché de Tamara es muy distinta. Ellos son los que la abandonan, los que la llenan de ansiedades. Ni siquiera se interesan en tocar a su gatito… Ella pide tan poco, y aun así no le dan nada.
Definitivamente, esta familia está marcada por la falta de comunicación. Y ahora, por añadidura, yo también quedo como la mala de la historia.
Se dio vuelta en la cama, hundiendo la cara en la almohada.
—Bueno, ¿qué me importa lo que piense ese tonto? —murmuró, aunque la molestia le latía por dentro.
Pero de inmediato, otro pensamiento la pinchó como aguja.
—Mmmh… ahora que lo pienso, cuando salí con Tamara, Kenneth me miró raro y no me dirigió la palabra. ¡Ay no puede ser! ¿De verdad habré hecho algo malo? ¡Cuando ya empezaba a caerle bien a Kenneth!
Esther empezó a patalear un poco contra la cama, como una niña desahogándose.
—¡Maldita sea, regresa ya Edwyn! —pensó con frustración—. Creo que definitivamente el plan va mal. Se supone que no debía meterme con los hijos de doña Tamara. Si supieras todo lo que ha pasado… creo que estallarías del enojo y el estrés. Yo siempre arruinando el día.
El recuerdo del pergamino regresó como un recordatorio inoportuno.
Lo sacó de su escondite, con cuidado, y lo extendió sobre la cama para examinarlo otra vez. A primera vista parecía igual que antes, pero al estirarlo más notó algo que antes había pasado por alto, unas letras escondidas entre los pliegues.
Arrugó los ojos, acercándose, intentando descifrar. Poco a poco, algunas palabras que daban contexto se fueron revelando.
—“No te preocupes”… y aquí dice… “perdón”.
Frunció el ceño con fuerza.
—¿Una carta de disculpas? ¿Pero quién la escribió?
Sus dedos pasaron sobre las letras con cautela.
—Debe ser de algún noble… pero, ¿qué hacía en la habitación de Paul? Qué extraño.
La intriga le revolvía la cabeza. ¿Sería un mensaje dirigido a Paul? ¿O quizá él lo había encontrado y lo guardó? No parecía algo escondido; más bien daba la impresión de haber sido colocado allí en la esquina de la cama con intención de ser hallado.