Antonia salió finalmente de la habitación, con el rostro un poco más sereno tras haber desahogado su pena, dispuesta a cumplir con la rutina de la cena. El sonido suave de sus pasos se perdió por el pasillo hasta llegar a la cocina.
Edwyn, en cambio, permaneció sentado en el borde de la cama, inmóvil, como si la conversación que acababa de tener con su hermana le hubiera dejado un peso en el pecho imposible de levantar. Miraba el suelo con una mezcla de decepción y rabia contenida.
No podía comprenderlo.
“¿Cómo… cómo pudo aceptar algo así? ¿Cómo permitir que Philip la humille de esa manera…? Y lo peor… lo peor es que todo lo hace por un deseo tan puro como querer ser madre…”
Frunció el ceño, apretó la mandíbula con fuerza, y antes de poder calmar la oleada de emociones, descargó un golpe contra el suelo de madera, un golpe seco que vibró en sus nudillos. Una lágrima rebelde le rodó por la mejilla y la secó con el dorso de la mano, apretando los dientes.
Se levantó, dio un par de pasos con el ceño aún fruncido, y al volverse hacia la cama notó algo que lo hizo detenerse.
Su bolso.
El que había llevado consigo al pueblo esa mañana… no estaba exactamente donde lo había dejado.
Edwyn era perspicaz, casi maniático con el orden, y aquel pequeño desplazamiento era suficiente para encenderle las alarmas.
El corazón le dio un pequeño brinco.
“¿Quién… quién lo movió?” —pensó, sintiendo cómo la vergüenza que había logrado olvidar por un rato regresaba a quemarle las orejas.
En un instante, toda la tristeza que lo agobiaba quedó relegada a un segundo plano, sustituida por la sensación incómoda de que su secreto podía haber sido descubierto.
Su mente volvió de golpe a la mañana, a las miradas curiosas y las risitas de las mujeres del pueblo cuando salió de la tienda con aquella bolsa que contenía el vestido.
Se llevó una mano al rostro, suspirando fuerte.
“¿Será que… fue mi madre? Antonia no dijo nada… o quizá lo olvidó, después de todo lo que acaba de pasar…”
Se dejó caer pesadamente sobre la cama, con el rostro vuelto hacia el techo, soltando un suspiro largo que sonó más a un lamento que a alivio.
—Un problema tras otro… no paran —murmuró en voz baja, cerrando los ojos un instante.
Dejó que la mente divagara, rascándose la nuca.
—En fin… supongo que puedo excusarme con cualquier mentira si alguien pregunta…
Soltó una pequeña risa amarga.
—Ay, Edwyn… ¿desde cuándo te volviste tan mentiroso? —se dijo a sí mismo con un dejo de autocrítica—. Ya son varios los secretos que guardas…
Sus pensamientos, inevitablemente, derivaron hacia ella.
Esther.
“¿Cómo le estará yendo…? No creo que ya le haya servido esa extraña pulsera para regresar a su época… No… no es posible… ¿o… sí lo es?”
Su ceño se relajó, aunque la melancolía le pesó en el pecho.
“No creo que se haya ido sin despedirse… no lo haría. Además… se supone que este vestido era para ella…”
Sus labios se torcieron en una sonrisa triste.
Miró hacia la ventana, con los brazos apoyados detrás de la cabeza, y dejó que el pensamiento se escapara en voz baja:
—Mmh… creo que no estaría mal que el tiempo pasara rápido… que ya fuera mañana… así podría volver a encontrarme con ella.
Suspiró.
—Detesto decirlo… pero me sentí contento junto a ella esos días… Es tan misteriosa e ingenua… pero se nota que es noble y buena…
Una risa suave, casi tímida, escapó de sus labios al recordar pequeños momentos de sus días compartidos.
—Dan ganas de estar con ella… para entender un poco de su mundo…
Entonces, de golpe, cayó en cuenta de lo profundo que habían llegado esos pensamientos.
—¿Pero qué…? —murmuró, incorporándose de golpe con el rostro ardiendo.
Se sonrojó, se cubrió la cara con las manos y bufó.
—¡Ay, Edwyn! ¿Qué te pasa…?
Se dio un par de palmadas en las mejillas, intentando despabilarse, y con un suspiro resignado se levantó de la cama.
—En fin… mejor voy a cenar… —dijo para sí mismo, sacudiendo la cabeza con una leve sonrisa nerviosa.
Cruzó el umbral de la habitación, dejando atrás el nudo de sentimientos contradictorios que lo habían acompañado desde la tarde. El aroma de la comida comenzaba a llegar desde la cocina, arrastrándole un poco de calidez al corazón, aunque su mente seguía atrapada entre secretos, culpas y un inesperado anhelo.
Por otro lado, en la tranquila casa de Tamara, la noche ya se había asentado. Kenneth y Alan, como de costumbre, no estaban; preferían cenar en otros lados antes que compartir la mesa con Esther. La ausencia de ambos le daba un aire más silencioso y apacible al hogar.
Esther, después de cenar, se encontraba en el rincón de la habitación acariciando al gatito, el cual ronroneaba con gusto entre sus manos. Ese pequeño momento de ternura la ayudaba a relajarse, a pesar de los enredos que habían surgido desde que llegó a esa época.
Fue entonces cuando Tamara se acercó. Caminaba despacio, con una expresión algo nostálgica, aunque al llegar junto a Esther dejó asomar una sonrisa cálida.
—Mi niña… ¿cómo te sientes para mañana? —preguntó suavemente—. Creo que ya más bien se les hizo tarde. —Y de pronto, soltó una risita que le cambió el semblante a uno más travieso—. Espero que se puedan encontrar pronto. ¡No se puede separar tanto tiempo a unos tortolitos!
Esther parpadeó, sorprendida, y de inmediato sus mejillas se tiñeron de un suave rojo.
—Mire, Tamara… lo que pasa es que usted ha confundido mucho las cosas… —comenzó a explicar con torpeza, moviendo nerviosamente los dedos.
Pero Tamara la interrumpió, alzando ligeramente la mano con gesto teatral.
—Bueno, bueno… aunque ustedes no lo quieran aceptar, sé que se quieren mucho. —Sus ojos brillaron con cierta emoción—. Y no sé… siento que hacen linda pareja.
Se inclinó un poco hacia ella, bajando la voz como si compartiera un secreto:
—Si ustedes quisieran vivir su romance, yo guardaría el secreto ante los padres de Edwyn. Ellos nunca sabrían que ustedes se aman. Podrían encontrarse aquí, en secreto… ¡Ay, la juventud es hermosa!