Esther bajaba con cuidado las gradas, con una pequeña bolsa colgada del antebrazo. Mientras descendía, no podía evitar mirar de reojo el contenido que asomaba un poco por la abertura.
La bolsa era liviana pero especial: Tamara se la había ofrecido esa mañana, con un gesto dulce y un dejo de nostalgia. Dentro llevaba algunas cosas que, aunque simples, le parecían un tesoro: unas prendas de ropa interior —a las que todavía no lograba acostumbrarse del todo—, un pergamino en blanco que Tamara le había dado al notar su interés, y unos trapos suaves que servirían de manta para la cama.
Recordó las palabras de Tamara al entregársela:
—No es gran cosa, mi niña… solo esto puedo darte por ahora. Pero lo hice con cariño, espero que te guste.
El recuerdo le ablandó el rostro. Caminó los últimos escalones con paso lento, acariciando el borde de la bolsa como si aún sintiera la calidez de la mujer que se la había dado.
Al llegar a la pequeña salita, se encontró cara a cara con Kenneth. Él estaba de pie, con los brazos relajados a los costados y una expresión serena. Se inclinó levemente hacia adelante, mirándola directo a los ojos.
—Esther —dijo con voz tranquila—, mi madre me contó que Edwyn vendrá a nuestras clases. ¿Es eso cierto?
Esther sintió un pequeño salto en el pecho. Bajó la mirada con una sonrisa incómoda y, sin saber muy bien dónde poner las manos, se rascó el codo.
—Cla… claro… jeje… —respondió con un tartamudeo torpe.
Mientras sonreía con nerviosismo, en el fondo de su mente sonó un pensamiento como un reproche:
“Edwyn ni siquiera sabe nada… ¡Estoy en problemas! ¿Cuándo fue que me volví tan mentirosa…?”
Kenneth soltó un suspiro que sonó más a alivio que a cualquier otra cosa, y relajó los hombros.
—Bueno… —dijo con media sonrisa—. Aunque la otra vez lo vi poco tiempo en el carruaje, se nota que sigue siendo el mismo.
Alan estará contento…
Sus labios se curvaron en una sonrisa más amplia.
—No son hermanos de sangre, eso se nota a simple vista: nosotros rubios, de ojos claros y algo más robustos… —soltó una risita suave, que sorprendió a Esther por el contraste con su semblante serio de siempre.
Kenneth continuó con un tono más calmado, casi nostálgico:
—Pero aunque no seamos hermanos de sangre, y muchos se burlaran de nosotros cuando éramos pequeños por llamarle “hermano” a Edwyn… para nosotros si era nuestro hermano de verdad. Eso es lo que cuenta.
Más que todo para Alan… ese muchacho casi sentía que cumplía un rol de padre protector… bueno, un padre adolescente —agregó con una sonrisa ladeada, acompañada de otra pequeña risa.
Esther abrió los ojos con genuina curiosidad, su mirada brillaba de interés.
—¿En serio? Ustedes eran así de unidos… Yo pensé que cuando me lo mencionaste te referías a que tenían un fuerte vínculo… pero no imaginé que llegaran a considerarse realmente hermanos de sangre frente a todo el mundo.
Kenneth asintió despacio, con un gesto reflexivo.
—Claro que sí. Fue un lazo muy fuerte… aunque, para ser sincero, yo era más como un tío para Edwyn. No me ponía a jugar con él… yo ya había entrado a la adultez. —Se encogió de hombros con un aire resignado—. Ya sabes… la vida dura.
Esther lo escuchaba casi embelesada. La idea de ese Edwyn pequeño y delgado, rodeado de esa familia, le parecía enternecedora, y su separación, trágica al mismo tiempo.
Su voz bajó, casi un susurro cargado de sinceridad:
—Increíble… —dijo, bajando luego la mirada—. Los envidio un poco… yo nunca tuve ese tipo de conexión con nadie.
Kenneth alzó una ceja, intrigado.
—¿Qué no tienes a Edwyn? —preguntó, ladeando la cabeza—. Pensé que eran grandes amigos.
Esther levantó la vista con cierta duda en la expresión.
—Bueno… —pensó para sí misma—. No lo había visto de esa forma… Solo han pasado unos cuantos días… ¿qué gran vínculo podríamos tener ya…?
Pero antes de que pudiera decir algo, Kenneth volvió a hablar, cruzándose de brazos y con un aire pensativo:
—Aunque mi madre y Alan dicen que ustedes se casarán… no creo que los padres de Edwyn lo permitan. —Se llevó la mano al mentón, con un gesto serio—. Son estrictos… tendrán varios obstáculos para lograrlo.
Esther lo miró con los ojos muy abiertos, incrédula. Su semblante se endureció con una chispa de indignación.
“¿Es en serio? ¿Hasta él sigue con eso…?”
Tomó aire y soltó la protesta en voz alta, con un tono un poco atropellado:
—¡Ay, Kenneth! Es que no nos vamos a casar… Lo que pasa es que…
Pero no alcanzó a terminar la frase. Kenneth, con la seguridad de quien cree tener la verdad, levantó una mano y la interrumpió:
—Lo sé bien —dijo con calma—. Te lo dije, sus padres son estrictos… No se podrán casar.
En medio de aquella conversación que comenzaba a enredarse con malentendidos, la voz de Tamara irrumpió desde el umbral con un aire alegre pero apremiante:
—¡Mis niños! —exclamó con un aplauso suave que atrajo sus miradas—. Me encanta que charlen, pero ya se nos hace tarde. Debemos dejarte cerca de la casa de Edwyn ya mismo. Seguro que ellos ya están llegando a casa… y no está bien que hagas esperar a tu querido.
Remató la frase con una risita traviesa, que hizo que Esther entrecerrara los ojos con una mezcla de incomodidad y resignación.
Kenneth se llevó una mano a la frente con gesto cansado y soltó un suspiro audible.
—Madre… ya déjala en paz —dijo con voz paciente—. El carruaje está listo desde hace rato. Vamos.
Tamara asintió con entusiasmo, como si nada de lo dicho hubiera tenido doble sentido, y comenzó a caminar con paso ágil hacia la salida. Kenneth le siguió, serio pero tranquilo, mientras Esther los alcanzaba, apretando su bolsa contra el pecho.
Una vez que subieron al carruaje, Tamara tomó asiento frente a Esther. Durante los primeros minutos del trayecto, guardó silencio, pero sus ojos iban una y otra vez hacia la joven, como si no pudiera evitar mirarla. Lo hacía de reojo, con una sonrisa contenida que intentaba disimular.