A Través del Tiempo

Capítulo 28- Por fin, el reencuentro

Algo sentía Edwyn en su pecho…
Una sensación extraña que nunca había experimentado. Antes también se había alegrado al reencontrarse con alguien que no veía hacía tiempo, pero esta vez era distinto. El tiempo había sido breve, apenas unos días, y sin embargo, el sentimiento era más fuerte, más vivo…
Como si aquella presencia aligerara las presiones de la vida.
Como si su sola existencia trajera un alivio profundo y difícil de poner en palabras.

Era confuso, y no quería sobrepensarlo, pero su cara lo decía todo.

A lo lejos, Esther y doña Tamara seguían de pie junto al sendero, conversando, aunque la muchacha apenas prestaba atención a lo que la mujer decía. Sus ojos no paraban de recorrer el entorno con ansiedad, observando cada rincón del camino como si esperara que de un momento a otro alguien apareciera entre la neblina.

Tamara, que notó su distracción, agitó una mano frente a los ojos de Esther.
—¡Hey, niña! —exclamó en tono alegre, tratando de atraer su atención.

Pero Esther seguía mirando hacia los costados del camino, absorta.

Tamara colocó sus manos en su cintura y soltó un suspiro teatral.
—Ay, esta niña… —murmuró, resignada—. Luego dice que no está enamorada de Edwyn…

Esther, al darse cuenta de esas palabras, se sonrojó de inmediato y bajó la mirada.
—¡Tamara, cómo exagera! —protestó, llevándose las manos al rostro con nerviosismo—. Simplemente me preocupa que tarde… ¿será que pasó algo malo?

Mientras decía eso, pensó para sí misma, desesperada:
“¡Ojalá existieran teléfonos aquí! Esto de la distancia sin comunicación es horrible… Edwyn, por favor, ¡aparece ya!”

Tamara apenas alcanzó a contener la risa.
Una risita pícara se le escapó entre los labios, esa que solía usar cuando disfrutaba viendo los enredos de los demás.

Y justo entonces, como si el pensamiento de Esther lo hubiera invocado, Edwyn emergió de la arboleda. Caminaba con paso firme, el rostro encendido por la emoción contenida y el aire húmedo de la inminente lluvia.

A pesar del lodo en sus zapatos y del cansancio que cargaba en los hombros, su mirada brillaba.

Esther lo vio.

Sus ojos se abrieron con asombro y alegría, y un pequeño brinquito de felicidad se le escapó sin querer. Se tapó la boca con ambas manos, conteniendo una risa entre incrédula y eufórica.

—¡Mire, Tamara! —exclamó, señalando hacia la distancia con los ojos brillantes—. ¡Ahí está Edwyn! ¡Sí vino… no lo puedo creer!

Tamara giró la cabeza y, al verlo, soltó una carcajada sonora.
—Ay, mi niña… —dijo alegre—. ¿Por qué no lo puedes creer? ¡Solo fueron unos días! ¿De verdad creías que te iba a abandonar?

Esther, aún sonrojada y con las manos sobre la boca, tartamudeó tímidamente:
—Ay, Tamara… ¿cómo cree? jeje —respondió entre risas nerviosas, mientras sus mejillas se teñían de un rojo que ni el viento frío logró disimular.

Tamara solo la miró con esa sonrisa maternal y cómplice, cruzándose de brazos con aire de satisfacción, como quien acaba de confirmar una sospecha de amor.

Edwyn avanzaba a paso veloz, respirando con fuerza mientras el barro salpicaba sus botas.
A cada metro que recorría, la figura de Esther se hacía más nítida.
Y ella, al verlo acercarse, sintió que el corazón se le aceleraba como si fuera a escaparse por la garganta.

—¡Edwyn! —gritó a lo lejos, alzando la voz por encima del viento—. ¡No lo puedo creer! ¡Pensé que ya me habías dejado plantada! ¡Creí que no vendrías!

Edwyn estaba a punto de responder, sonriendo sin aliento, cuando un relámpago iluminó de golpe todo el cielo.
El resplandor fue tan fuerte que pareció congelar el instante.
Y apenas un segundo después, un trueno estremeció el suelo con un estruendo ensordecedor.

—¡Aaaah! —soltó Esther, dando un salto del susto.

Su reacción fue tan inmediata como exagerada, salió corriendo del miedo, directo hacia él, con los ojos cerrados y el pánico estampado en el rostro.

—¡Esther, espera, el barro—! —intentó advertir Edwyn, pero no alcanzó a terminar.

Otro trueno rugió, más cerca, y antes de que pudiera procesarlo, Esther se abalanzó sobre sus brazos.
Él la alzó por instinto, con los brazos firmes, levantándola apenas del suelo.

Quedaron así, congelados bajo la lluvia incipiente: Edwyn con la mirada fija al frente, completamente sonrojado, y Esther aferrada a su cuello con los ojos cerrados.
El viento agitaba el cabello de ambos, y entre los dos se podía escuchar el sonido entrecortado de la respiración y los primeros golpecitos de la lluvia sobre las hojas.

A lo lejos, Tamara observaba la escena desde el carruaje, con una mano sobre la boca y los ojos brillando de emoción.
—¡Oh, por Dios! —susurró con voz entrecortada—. Tanto lo negaron, pero sus acciones dicen lo contrario.
Una sonrisa dulce le suavizó el rostro y entró al carruaje mientras pensaba:
—Ay, mi Edwyn… por fin algo de felicidad en tu vida. Y Esther… qué muchachita más encantadora.

El cielo volvió a retumbar, y la lluvia ligera empezó a caer con más fuerza.
Las gotas resbalaban por el cabello de Esther y el ropaje de Edwyn, empapándolos poco a poco.

Entonces, como si despertara de un sueño, Esther abrió los ojos y se dio cuenta de su posición.
Sus mejillas se encendieron al instante.

—¡Ay, Edwyn! —exclamó, apartándose rápidamente mientras intentaba recuperar la compostura—.

Él la soltó con cuidado, y ella dio un paso atrás, arreglándose el vestido que ya empezaba a pegarse a las piernas.

—Ay, qué me pasa… —murmuró, cubriéndose el rostro con las manos—. De verdad que debo ir al psicólogo. ¿Cómo me puede dar tanto pánico un trueno? —dijo con un tono que mezcla vergüenza y frustración, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

Edwyn, inmóvil por un instante, la observó con una mezcla de ternura y desconcierto.
No sabía qué decir… solo sentía una felicidad tranquila, una calidez inexplicable que le recorría el pecho.




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