Esther se giró despacio desde la ventana hacia Edwyn, respirando hondo, mientras él seguía con los brazos cruzados, esperándola con una mezcla de curiosidad y resignación.
—Bueno… —dijo él con un suspiro—. Yo creo que ya deberíamos dejar de esperar tanto. Dilo de una vez, así puedo… no sé, asimilarlo. —dijo preparándose para lo peor.
Esther apretó el borde de su vestido con ambas manos, mientras cerraba los ojos fuertemente, y comenzó, atropellada:
—Es que… es que Tamara me pidió que le diera clases, tanto a sus hijos… como a ti, todo juntos.
Edwyn parpadeó, confundido.
—¿A mí… qué? ¿Las clases?
Esther respondió:
—Sí, sí, ya sé cómo suena —dijo nerviosa, haciendo aspavientos con las manos—. ¡Intenté decirle que no podía! Le dije que tú trabajas mucho, que no ibas a poder, pero… pero Tamara me respondió que no importaba, que su hijo Kenneth podía venir aquí a ayudarte con los labores del día. —Hablaba cada vez más rápido, enredándose entre sus propias palabras—. Así tú podrías ir por las tardes a su casa, junto con Kenneth y Alan, para recibir las clases que yo dé. Solo un par de veces a la semana, los martes y los viernes.
Cuando terminó, Edwyn seguía ahí, quieto frente a ella, completamente en shock.
Esther seguía con los ojos cerrados, como esperando una sentencia.
—E… Edwyn, ¿qué te parece? ¿Estás enojado? Te juro-te juro, ¡te juro que intenté evitarlo! Pero ya sabes cómo es Tamara, siempre tan insistente, buscando soluciones a todo. Y yo… yo no pude hacer nada más que decirle que sí. —Se llevó las manos al rostro, hablando con desesperación—. Es que estaba en su casa, comía su comida, ¡no podía decirle que no! Lo siento, ¡por favor, perdóname!
Hubo unos segundos de silencio, solo interrumpidos por el viento que movía las cortinas.
Entonces Edwyn, aún procesando la avalancha de palabras, respiró hondo y respondió con calma:
—Esther, no te voy a regañar. Ni voy a decirte nada malo. —Se sentó en el borde de la cama, mirando al suelo—. Obviamente esa era tu posición en ese momento… yo tampoco sabría qué hacer si estuviera en tu lugar. —Se frotó el cabello con ambas manos y añadió con un suspiro—. Supongo que no hay nada que hacer al respecto. Sí, era una mala noticia, no pensé que fuera tan mala… al menos no tiene que ver con revelar el secreto a mis padres. Así que… podría ser peor.
Esther lo observó sorprendida, parpadeando varias veces mientras pensaba:
“Es demasiado tranquilo —pensó, asombrada—. O sea, ¿de verdad no se enoja nunca? Creo que es el tipo de persona que siempre busca resolver las cosas sin pelear.”
Carraspeó para romper el silencio.
—E-efectivamente… —dijo con una sonrisa nerviosa—. Vamos a tener que pasar por eso, y yo intenté mantener en secreto que sé todo esto sobre números y lecturas. Aunque… bueno, Tamara ya lo intuyó. No sé cómo, pero lo sospecha, solo dije un par de palabras y se dió cuenta de mi increíble inteligencia. En fin… —se frotó la nuca, incómoda—. Las clases empiezan pasado mañana. Kenneth vendrá por las mañanas de esos días para ayudarte. Supongo que esa parte no está tan mal, ¿verdad?
Edwyn la miró, con expresión cansada pero amable.
—Bueno, sí… —respondió al fin—. No está tan mal. Aunque… debo admitir que eso de salir de casa rompe toda mi rutina. —Hizo una pequeña pausa, y luego añadió con una media sonrisa—. Pero tal vez no sea tan malo.
Al escuchar eso, Esther cambió su semblante de preocupación por uno lleno de alivio. Dio un pequeño salto en el lugar y exclamó:
—¡Perfecto! Me alegra que lo veas así. De verdad no podía dormir con esta carga en la cabeza. Sentía que te estaba molestando todo el tiempo, que era una carga, y que mejor debería desaparecer e irme al futuro para no estorbar más. —Dijo todo eso de un tirón, caminando de un lado a otro—. Pero ya, ¡ya lo solté!
Antes de que Edwyn pudiera decir algo, Esther se acercó, lo tomó del brazo y tiró de él para levantarlo de la cama.
—¡Vamos, vamos! Hagamos lo que falta por hacer en la casa, así dejamos todo listo y seguimos conversando en la noche.
Edwyn, medio tambaleante y con una sonrisita apenas visible, solo alcanzó a decir:
—Está bien, está bien… hagámoslo así.
Pasaron un par de horas.
La tarde caía tranquila. Esther se movía por la casa con una seguridad que no tenía días atrás. Parecía que, por primera vez, se sentía verdaderamente parte de ese lugar.
Limpiaba cada rincón con una energía inusual. Había subido a una pequeña banquita, sacudiendo el estante de madera pegado a la pared, estirándose para alcanzar los bordes más altos. Su vestido nuevo ondeaba apenas con el movimiento, y su cabello suelto caía sobre los hombros, pegándose un poco por la humedad del ambiente.
Edwyn, que venía entrando desde la puerta principal cargando un tinaco de agua, se detuvo en seco al verla.
La observó unos segundos, sorprendido.
—¿Qué…? —pensó incrédulo—. ¿Desde cuándo limpia la casa?
Su mirada bajó por el suelo recién fregado, los muebles relucientes, y volvió a verla.
—Y tras de eso… lo hace bien —susurró, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.
Esther, concentrada en su tarea, ni lo escuchó.
Edwyn carraspeó, intentando volver a su papel de persona responsable.
—Oye —dijo, acercándose—, no lo hagas tan bien. Mis padres podrían sospechar. No suelo limpiar tanto la casa…
Sonrió apenas.
—Mejor ve con las gallinas, todavía no he recolectado los huevos.
Esther, ensimismada, giró la cabeza para responderle, pero apenas alcanzó a abrir la boca cuando la banquita bajo sus pies crujió ominosamente.
Un segundo después, la madera cedió con un *crack*.
—¡No puede ser! —pensó Esther en un instante de horror mientras caía—. ¿Por qué fabrican tan mal las sillas en este siglo?
Edwyn soltó el tinaco por puro instinto; el agua se derramó por todo el suelo, empapando sus botas.