Esther estaba sentada junto a Edwyn, con el corazón latiendo con fuerza.
Lo que iba a revelar no era solo un dato más del futuro: para ella, tenía el mismo peso que confesar que podía viajar en el tiempo.
Sabía que debía hacerlo.
Sabía que, si seguía callando, Edwyn podría salir lastimado por protegerla.
Y eso, simplemente, no lo soportaría.
Se puso de pie despacio.
Edwyn la siguió con la mirada, sin comprender qué tramaba.
—¿Qué haces? —preguntó con una mezcla de curiosidad y cautela.
Esther no respondió. Se agachó y comenzó a revisar los rincones de la habitación, removiendo papeles, telas y cajones. Hasta que algo sobresaliente llamó su atención: una pequeña estaca de madera que asomaba de una gaveta.
La tomó con firmeza, pensativa, y se acercó de nuevo hacia él.
Edwyn se tensó al verla con aquel objeto en la mano.
—Oye… —dijo retrocediendo apenas un paso—, no estarás pensando hacer algo peligroso con eso, ¿verdad?
Esther negó con la cabeza, sonriendo con nerviosismo.
—No, no, claro que no. —Suspiró y bajó la vista—. Pero creo que esto me servirá para que me creas.
Edwyn la observó en silencio. La expresión en su rostro era una mezcla de confusión y temor genuino.
Esther tomó aire y habló despacio, con voz temblorosa pero decidida:
—Sé que ya has visto cosas irreales, y aun así… sigues confiando en mí. Por eso, quiero contarte otro secreto. Algo que no se si comprenderías del todo.
Hizo una pausa.
Sus dedos jugaron inquietos con la estaca.
—Verás, para poder viajar en el tiempo, no es tan simple como… “viajar y ya”. Hay cosas que pasan con nuestros cuerpos cuando cruzamos los portales. —Tragó saliva—. Nosotros… podríamos decir que somos casi inmortales.
Terminó la frase con los ojos cerrados, esperando cualquier reacción.
El silencio fue tan pesado que se atrevió a abrir un ojo.
Edwyn la miraba con una expresión de completo desconcierto, la boca entreabierta.
—No… eso no puede ser —balbuceó, de nuevo haciéndose para atrás ahí donde estaba—. Nadie puede ser inmortal. Eso, ya sabes, suena a brujería… o a esa ciencia extraña tuya, pero sigue siendo imposible.
Esther levantó las manos rápidamente.
—No, no, Edwyn, no hay nada que temer. No soy inmortal en mi época, solo aquí. En este tiempo no puedo morir… ni enfermarme… ni lastimarme de verdad.
Edwyn parpadeó varias veces, sin poder procesarlo.
Esther siguió, con una mezcla de prisa y vulnerabilidad en su voz.
—Es… muy complejo, pero escucharme te ayudará a entender por qué a veces actúo raro. —Se señaló la muñeca—. Esta pulsera no es solo un adorno. Cuando empezamos en esto de los viajes en el tiempo, nos dan dos.
—¿Dos? —interrumpió Edwyn, incrédulo.
—Sí. Una es la que siempre llevamos puesta —explicó, tocándola con cuidado—, y la otra queda guardada en una fortaleza allá en el futuro. Un lugar donde se resguardan las pulseras de todos los viajeros. Nadie puede entrar ahí, salvo los altos directivos de la Asociación de Viajes en el Tiempo.
Edwyn la miraba boquiabierto.
—¿Y por qué tanta seguridad? —preguntó, aunque su tono era más de agotamiento que de duda.
—Porque… en esas pulseras está guardada nuestra vitalidad —dijo con voz casi susurrante—. No sabría explicarlo bien, tiene que ver con átomos y energía. Pero, básicamente, nuestra realidad está dividida en dos partes: una aquí, y la otra allá.
Edwyn se llevó las manos a la cabeza, se levantó y retrocedió un poco.
—Espera, espera… —dijo, cerrando los ojos con fuerza—. Esther, creo que ya es demasiada información. —Se giró, tapándose los oídos—. No puedo entenderlo, siento que me estás tomando el pelo.
Esther dio un paso hacia él, con el rostro preocupado.
—No, Edwyn, por favor, no es una broma. Te lo juro.
Pero él no la miraba.
Sus manos seguían sobre sus orejas, tratando de bloquear lo incomprensible.
—Tal vez esto sea una especie de castigo que me das por haberme herido —dijo, medio en broma pero un poco dolido—. No sé si creer que esto es real o no.
Esther bajó la estaca, su expresión se suavizó.
El miedo de Edwyn era palpable, y eso le dolió más de lo que esperaba.
Su respiración se aceleraba un poco, pero aun así dio un paso hacia él, acercándose por detrás.
—No es lo que crees, Edwyn —dijo con voz suave—. En serio te lo digo por tu bien, te lo prometo.
Hizo una pausa, buscando sus palabras con cuidado.
—Siento que puedo contártelo… confío en ti. No me siento vulnerable contigo.
Edwyn permaneció inmóvil unos segundos, con las manos aún sobre las orejas, hasta que las dejó caer de golpe, como si se rindiera ante la situación.
Suspiró con fuerza y, lentamente, se volvió hacia ella. Su rostro tenía una mezcla de temor y desconcierto, pero sus ojos mostraban algo más profundo: confianza.
—Confiaré —dijo al fin, con voz temblorosa—. Así que dime… ¿qué pasa con esas pulseras entonces?
Esther se conmovió al escucharlo. Dio un pequeño paso al frente y lo miró con gratitud, con una leve sonrisa que se deslizaba entre la tensión del momento.
—Cada una de ellas contiene mi realidad —explicó con calma—, y están conectadas a través del tiempo.
Se llevó la mano a la muñeca, rozando la pulsera con los dedos.
—Si algo intenta dañarme aquí, esta pulsera lo detecta al instante. Elimina la realidad de la parte de mi cuerpo que está en peligro y… bueno, se vuelve como… transparente. —Hizo un gesto con la mano, como si tratara de describir algo invisible—. Es decir, puedes traspasar esa parte de mí como si no existiera.
Edwyn la miraba con los ojos muy abiertos, incapaz de apartar la vista de la pulsera.
—Una vez el peligro desaparece —continuó Esther—, mi cuerpo vuelve a la normalidad. Mientras tanto, la otra pulsera —la que está en el futuro— mantiene mi realidad intacta, para que nada me pase realmente.
Hizo una breve pausa, suspirando.
—Es una forma de seguridad. Es lo que permite que podamos viajar en el tiempo sin morir en el intento.