Eran las cinco menos cuarto, vestía la incomodidad y lucía la discordia con mucha naturalidad. Los meseros se acercaban y se alejaban apenas notaban mis cejas arqueadas y detallaban las servilletas arrugadas sobre la delicada mesa.
Le di un sorbo al vaso de agua y la huella de mi boca quedó marcada en el borde del cristal.
La vi caminando a media cuadra.
—Al fin —me dije para calmarme.
Podía escuchar sus tacones sonar aún cuando estuviese a dos kilómetros de mí. Los tobillos —tan delgados como siempre los había tenido— se curveaban en cada paso, restando esos cuarenta centímetros de distancia cada vez.
Sus piernas, algo cortas, pero torneadas, cubiertas por un jean de tela oscura, la estilizaban más.
La blusa la había comprado unos días antes de un aniversario, recuerdo que me pareció un gasto innecesario, pero ella no solía escucharme cuando se trataba de su dinero. Se ceñía un poco en sus pechos, redondos, canelas, suaves. Perfectos como ella.
Los labios rojos, se movían, se doblaban, los lamió y mordió a su antojo. Me desesperaba, me gustaba, me urgía.
Entró a la cafetería y sus ojos vislumbraron por el local, sonrió cuando lo vio a él y guió sus pasos a su mesa.
Se sentó y se inclinó sobre la mesa para besar su boca... Antes yo había ocupado el puesto de aquel hombre, ahora ocupaba una mesa diferente, donde ella no me veía, pero yo sí a ella.
El mesero se acercó luego de ser llamado y casi pude escuchar la voz de ella pidiendo "un café capuchino y una magdalena" cuando estábamos juntos.
«La extraño».
Era verme desde afuera, allí sentado como un incompetente que no sabía la clase de perfección que miraba.
Era más de un año siguiendo sus pasos, más de trescientos sesenta y cinco días observando sus pisadas, un poco más de ocho mil setecientas sesenta horas oliendo su perfume a varios metros y casi acariciando las horquetillas de las puntas de sus cabellos.
Acomodé la capucha sobre mi cabeza y con disimulo me cambié de mesa. Su espalda estaba detrás de la mía, si me recostaba lo suficiente hasta podría sentir la seda de su blusa... Me contuve y traté de calmarme nuevamente. Las gotas de sudor bajaban por mi cuello y se fundían en el algodón estampado de la franela, me sequé las manos en el pantalón y agucé el oído, era demasiado tiempo sin escucharla.
Ya se había tratado mucho de mí, era su momento. Era su hora.
—...aburridísimo. Casi me escapé de la tienda para poder llegar a tiempo.
—Me alegra tanto verte.
—A mí también.
—¿Quieres algo más? Podemos pedir algo para picar...
—No, no. Con la magdalena estoy bien —interrumpió.
Estaba seguro que se marcaron los hoyuelos en sus mejillas, casi escuché su sonrisa y sonreí con ella.
—Bueno. ¿Cómo va el negocio?
—¡Ay! Que me he escapado para verte y quieres hablar de eso. —Rió.
«Idiota, que ella no quiere hablar de trabajo. ¿Tanto te cuesta entenderlo?».
—Tienes razón, que desconsiderado soy. —Rió.
«Solo eres el canalla que me alejó de Minerva...».
El mesero de acercó de nuevo a mí y me preguntó con insistencia si iba a ordenar algo, pues estaba ocupando una mesa sin consumir algo más que agua. Negué sin emitir una palabra alguna, mi único interés estaba a mis espaldas y era lo más cerca que podía estar de ella.
—Temo que debe retirarse, señor.
Tragué grueso, me levanté enfurecido y caminé hasta la salida. Volteé una vez antes de salir de la cafetería y ella y el canalla me vieron.
Él, despistado.
Ella, asustada.
Le dediqué una sonrisa y salí.
No era la primera vez.
Tampoco sería la última.