Dolores tiene 35 años y se ha resignado a vivir su vida como la simpática mujer del condominio 8 A. La vecina predispuesta y buena onda. Su trabajo como secretaria ejecutiva le permite vivir cómodamente y casi sin preocupaciones más allá del tinte de cabello que escogerá a fin de mes o el color que utilizará en su próxima visita a la manicurista. Todo parecía marchar bien, pero su equilibrada tranquilidad tenia un defecto: últimamente la soledad de la rutina estaba haciendo mella en ella y su autoestima.
A Dolores no le importaba su reloj biológico, lo suyo era la resignación a que en el planeta no existían hombres que eligieran el compromiso por sobre todas las cosas. Y si existían ya estaban tomados por otras mujeres, que a través de sucios trucos lograban embaucarlos de por vida. O eso pensaba que le había sucedido a su eterno amor platónico. El abogado del corporativo Baron que traía a cuestas un divorcio con la peor mujer sobre la tierra.
Ah, que la vida era agridulce.
En el campo profesional se desempeñaba con la eficacia y soltura que sólo diez años de experiencia le permitirían tener. Pues claro, ella había trabajado para el Sr. Baron padre y su hijo. Aunque actualmente prestaba servicios al ultimo de su generación: Nicholas Baron.
Trabajar para el heredero del corporativo era relativamente fácil. Uno, siempre estar al pendiente del ámbito laboral. Dos, anteponerse siempre al accionar de los socios y tres, la excelencia era la regla en cada una de sus tareas.
Nicholas era el jefe perfecto, nunca molestaba en horarios no laborables, aunque después el trabajo fuese aplastante y el sueldo iba acorde a las tareas que él asignaba. El único defecto, a ojos de Dolores, era el hermetismo con el que manejaba su vida. Ningún chismorreo jugoso con el que cotorrear con sus compañeras.
El chiquillo parecía una ameba, o eso es lo que Dolores creía.
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Editado: 31.05.2020