Dolores odiaba el verano, el sudor y la humedad. Peor aún, odiaba las medidas que había tomado para lidiar con ello.
—No me fallen hoy, muchachos —toqueteo a consciencia el par de protectores íntimos que usaba en sus axilas para que estas no parecieran un crio de dos años todo meado. —Todo listo.
El viaje en el bus fue lo mismo de cada mañana. Un caos. Además, el transporte que ella tomaba no contaba con las mismas modernizaciones que algunos otros tenían, como el aire acondicionado o siquiera asientos blandos.
El viaje de media hora con la misma gente de la semana, no tuvo ninguna novedad. Una vez que bajó en la parada notó con disgusto que la gota gorda corría por su frente.
Maldijo al cambio climático, a su cuerpo e incluso a la madre tierra. Hoy era uno de esos días decisivos en su vida; se presentaba a su nuevo jefe, el mandamás que había tomado su puesto en la compañía. Bueno, es que el chico había comenzado un par de días atrás, pero que justo había coincidido con sus vacaciones. Por lo que Dolores no había tenido oportunidad de tratar con él.
Nicholas Baron. Lo recordaba de cuanto era un adolescente, la última vez que lo vio y que visitaba la oficina de su padre. El joven, ahora de veintiocho años era la definición de perfección para el mundo empresarial y competitivo. Había logrado fundar una compañía anexa a Baron industries y que funcionaba para todas las necesidades que la empresa requiriese sin interacción de odiosos intermediarios.
Mientras recordaba al heredero del imperio Baron se dio cuenta de que aireaba con demasiado ahínco su blusa abotonada. Ah que dolor de cabeza era el sudor entre sus tetas.
Ella ya tenía más que interiorizado el hecho de que la balanza de la farmacia le devolvía un número cada vez mayor cada que se pesaba. ¡pero es que la culpa no era suya! Si no el acceso a esas recetas bien simples de cinco minutos que se pasaba horas mirando en sus redes sociales. Dolores había intentado y probado con éxito, y algunas otras no tanto, hacer cada una de ellas.
Pasó frente a una tiendita de café, ese que los millennials tenían como favorito, pero que ella no nombraría porque su historia sonaría demasiado cliché si lo hiciera. Además, no se encontraba en condiciones de pagar las regalías de dicho nombramiento.
Por experiencia Dolores sabia que limpiarse el sudor frente a una cristalera tendría más espectadores que los que desease. Miró en rededor, la idea de llegar con el pecho húmedo no le parecía favorecedora a ojos del nuevo jefe. No podía dar tamaña primera impresión. En el callejón de la calle contigua vio un lujoso auto aparcado y que, para suerte suya, tenía cristales espejados.
Dolores pensó entonces que Dios apretaba la soga del cuello, mas no ahorcaba. Ella sonrió, parecía que al señor le iban las tendencias bondage…
¡Cristo, Dolores! Se reprendió que no podía andar por la vida pensando en esas cosas.
—Perdóname, señor —dijo sacando un pequeño empaque de su bolso mientras se acercaba a la ventanilla trasera del auto. Las delanteras eran un rotundo no, a causa de las dash cams* que podían grabar su asedio. —Por favor, no me castigues por pensar esas idioteces.
Habló sola durante el largo rato que frotó la toallita húmeda en su escote y los rebordes internos del sostén. Paso a consciencia el fragante pedazo de paño sobre el borde inferior de esa prenda de tortura.
—Señora —un hombre apareció desde la tienda del café. Él traía un vaso en su mano. —Hay gente dentro en el auto.
Y el frescor que le había dado a sus chicas desapareció como por arte de magia.
—¿Qué? —exclamó entre espantada y sorprendida. Muy dentro de sí, prometió no dejar la ofrenda en la misa ese fin de semana. Para su peor mortificación el cristal comenzó a abrirse lentamente acabando con su patética escena. —Buenos días —saludó haciéndose la loca y prendiendo los botones que había desabrochado, —tengan excelente inicio de semana, caballeros.
Y enfiló rumbo a la empresa. Si la suerte estaba de su lado, jamás en la vida volvería a ver a esos hombres. Cuando fuese una vieja anciana recordaría esa anécdota entre lágrimas de risa y su coñac de la noche.
***
Dolores no necesito ser una vieja o tener una copa de coñac para recordar con los ojos a punto de llorar la escena de esa tormentosa mañana. Solo tenia que mirar el interior de la oficina a la servía y las memorias llegaban frescas a su mente.
Tan frescas como sus chichis esa mañana que conoció a Nicholas Baron y su chofer como los tipos con los que se había cruzado y a quien no había podido evitar enseñarles lo que la madre naturaleza le había otorgado veintidós años atrás.
Habían pasado ya tres meses desde aquella vez, pero su jefe no la había mencionado en ningún momento. Dolores creía que él sacaría a relucir su desliz ante el primer error que cometiese, por lo que se esmeraba más de lo esperado con su trabajo. Sin embargo, había descubierto que el muchacho parecía no tener sangre en las venas ya que no le dedicaba mas de tres segundos cuando le hablaba y su trato era siempre formal y profesional.
—Buenos días, estimada Dolores —Brian saludó con su habitual galantería y ella no pudo hacer más que suspirar. Él era tan gentil y guapo. —¿Se encuentra Nicholas? Traigo unos papales para mostrarle.
Ella asintió y presionó el botón de su intercomunicador.
—¿Sí? —se oyó la voz grave del hombre en el interior de la oficina.
—Señor, el abogado Brown se encuentra aquí.
—Hágalo pasar —pidió Nicholas, —Ah, y tráiganos un par de cafés negros, señora.
Los pelos de la nuca se le crisparon. Él era el único que la llamaba señora en ese lugar.
—Sí, señor —respondió con una sonrisa solicita dirigida a Brian.
Ah, la vida era tan cruel.
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Editado: 31.05.2020