A tus pies

DIECIOCHO

Las luces de la luminaria publica alumbraban con distintos tonos de amarillos y naranjas el rostro de un hombre que comenzaba a sentir en los huesos el crudo significado de las palabras incertidumbre y desesperación.

Nicholas se creía un fiel predicador de que la frase “que hubiese sido si…” servía únicamente para atormentar más la conciencia de una persona torturada por su propia culpa.

Una vez más tuvo que tragarse todos esos dogmas con los que había regido su vida. Él se repetía una y otra vez, una y otra vez como un obseso: ¿Qué hubiese pasado si él hablaba antes? ¿si explicaba a Dolores el motivo de su acercamiento tan tosco y directo?

Nicholas Baron, de casi veintinueve años de edad, sintió por segunda vez en su vida que ésta lo abofeteaba directamente a la cara. Él continuó maldiciéndose por no haber hablado primero con Dolores contándole su verdad.

—¿Y decirle qué, idiota? —miró el reflejo que el espejo retrovisor le devolvía. —“Mira Dolores, sabes que los reveses de la vida son una mierda, pero me gustaría contarte que durante todo este tiempo te he mentido…”

Gritó de la frustración.

Desde el comando central de su auto marcó el número de su esposa, pero ella no contestó. Fue como un puñetazo al estómago; Dolores siempre, siempre recibía sus llamadas.

—Dime que sigues en casa, por favor —pidió cuando el buzón de voz le dio la bienvenida. —Dolores, espera por mí. Te lo ruego.

Él lo consideró varias veces, claro que lo había hecho. Justo después de hacerle el amor a su mujer hasta el cansancio y dejarla completamente relajada, lo primero que cruzaba por su cabeza era contarle a Dolores la realidad tras el contrato que él había propuesto. No obstante, al verla tan vulnerable entre sus brazos se desarmaba por completo.

Finalmente llegó a su casa. El ambiente era lúgubre, o quizá era su alma anticipándose a los acontecimientos. Las luces estaban configuradas con la iluminación más tenue, dándole un aspecto triste a toda la estancia. No quiso siquiera imaginarse que le esperaba dentro.

Se armó de valor e ingresó con cuidado hasta la sala de estar.

—¿Dolores? —preguntó con cautela al verla sentada en su sitio favorito del gran sofá. Ella estaba en silencio mirando a la nada misma. —¿Estas bien?

Su esposa se giró y Nicholas vio sus hermosos ojos castaños apagados. Se sintió un ser horrible. El peor de las escorias sobre la tierra.

Ella le dio una sonrisa de labios temblorosos.

—Esta tarde estuvieron de visita Candace Von Valler y Catalina Vaduz. Ella es la hermana de Daniel, tu mejor amigo —informó amargamente. —Yo no la conocía, es muy bonita. Toda una princesa digna de la realeza —Dolores señaló su celular. —La busqué en internet y la identidad de tus otros amigos también.

Nicholas no dijo nada. Se acercó con cuidado hasta ella.

—Ellas dijeron un montón de cosas horribles. Es obvio que no les creí nada —se rio Dolores. ¿Era necesario repetir para los oídos de ese hombre las crueldades que ella había escuchado? — ¿Puedes imaginarlo? Todo el mundo a mi alrededor creyendo que tu tenías un maquiavélico plan en mi contra.

Dolores, sintiéndose como un tonto náufrago a la deriva de un gran mar al que ella misma había decidido meterse, se aferró con todas sus fuerzas al último vestigio de esperanza que tenía; que Candace mintiera.

Durante esa semana ella se había obligado a olvidar y dejar pasar sin importancia las terribles insinuaciones que su suegro le había hecho respecto a su matrimonio en el hospital.

Es un viejo agrio y está molesto” se había convencido y autoengañado.

Dolores Martin no quería reconocer que lo más bonito que le había pasado en la vida fuese mentira. No podía ser cierto. La vida no era tan injusta, ¿verdad?

—Es decir— ella suspiró infundiéndose fuerzas, —yo siempre voy a creer lo que tú me digas. Confío plenamente en ti —las lágrimas comenzaron a caer de sus ojos. —Lo que tú me digas ahora será ley para mi, Nicholas. Lo juro.

Y ahí lo tenía. Justo al alcance de sus manos: la oportunidad de perder lo mejor que la vida le había dado. Nicholas sintió su corazón romperse. Era ese tipo de dolor que jamás pensó volver a sentir. El de perder a alguien.

—Dolores…—tragó con fuerza e intentó tomar su mano.

—¿Es cierto? —ella se alejó de su contacto. Nicholas sintió ese rechazo como una daga filosa en su corazón. La tristeza en el rostro de la mujer que amaba lo estaba aplastando. Pero era momento de hablar con la verdad. —Eso de que pensabas que yo era amante de tu padre y que querías destruirme junto a él. ¿Es cierto?

Nicholas hizo un gesto al oír un resumen de los objetivos de su vida por parte de esos labios que tanto deseaba besar.

—Sí, mi objetivo desde los diecisiete años fue ese…—contestó con voz seria y mirándola fijamente a los ojos. Nicholas se consideraba un hombre de honor y como tal, a la primera persona que le rendiría cuentas era a su mujer, — el de destruirte a ti y a mi padre al mismo tiempo.

Dolores jadeó sorprendida. Ella no se esperaba la crudeza de su respuesta. 

—Felicidades entonces, lo has conseguido —lo felicitó imprimiendo toda la ironía de la que se creía capaz. — Me has destruido.

—No es así…— Nicholas miró de reojo las maletas escondidas al lado de su sillón y su corazón se aceleró temiendo lo obvio. — Necesito que me escuches. Quiero contarte la verdad y que puedas perdonarme.

Ella lloró sintiéndose devastada.

Dolores no quería este sentimiento contradictorio en su corazón. Por una parte, sabía que su historia con Nicholas era demasiado buena para ser cierta y por la otra, sentía cierto alivio al enfrentar al fin esa situación que la tenía a la expectativa de que algo malo ocurriera. Al fin despertaba de su sueño. La espera terminaba. 

Todo terminaba.

—Mi padre le era infiel a mi madre incluso cuando ella le había dicho que padecía de un cáncer agresivo—habló su esposo como a la nada. Nicholas sabía que su explicación no serviría de mucho, pero al menos le quedaba el consuelo de que ella conocería toda su verdad al momento de actuar en base a su relación. —Él se divertía a las anchas con su amante predilecta mientras mi madre sollozaba dolorida en el hospital. Ella estaba en la etapa terminal de su enfermedad y la morfina no le hacía efecto. Yo estaba solo con ella, Daniel y Catalina me visitaban de vez en cuando.




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