A un Callejón de Distancia.

Capitulo 30.

     Estaba sentada en el asiento de atrás del auto de mi tía Amelia y ella iba al volante parloteando como una cotorra que acaba de aprender a repetir las frases favoritas de su amo. Ella sin duda estaba siendo ignorada por mi madre, quién iba con la vista perdida en el paisaje de la ventanilla. Sus labios no se habían abierto desde que salimos de la casa, pero Amelia ya hablaba lo suficiente, como para cubrir la cuota por las tres.  

-Y te recuerdo que al entierro también asistirán unos tíos lejanos que viven en Londres, pero insistieron en venir al funeral…. 

    Ahí fue cuando decidí adoptar la misma actitud de mi madre y hacer oídos sordos a las palabras incesantes de Amelia. Era como si no le doliera el hecho de haber perdido a su hermano. Eso, o tenía una forma muy extraña y particular de demostrar su duelo.  

    Mis dedos retorcían ferozmente el bordado del vestido que me llegaba justo por debajo de las rodillas un centímetro. Era injusto que me obligarán a usar esa cosa tan amarga e insulsa. Nunca me habían llamado la atención los vestidos y al entrar en la adolescencia mi madre tuvo la esperanza de que comenzarán a interesarme, pero desafortunadamente no pude cumplir su deseo. Mis ojos admiraban el paisaje borroso que pasaba ante ellos, mis oídos se concentraban en escuchar el ruido del motor o el del auto cuando Amelia no esquivaba a tiempo un bache, lo cuál solía pasar en cada uno de ellos, y mi mente estaba remontando viejos recuerdos de viajes en familia que habíamos realizado años atrás con mis padres. Por eso, no me percate de que mi tía me estaba hablando hasta que dio un grito para llamar mi atención. Fue tan alto que incluso sacudió a mi madre.  

-¡Peyton Parcker! ¿¡Qué no escuchas cuando tus adultos te hablan? Lara, tienes a tu hija muy mal educada; es por eso que Walter y yo mandamos a nuestros hijos a colegios privados y contratamos a una institutriz para que les enseñe buenos modales y educación apropiada. 

-En otras palabras: le pagas a una extraña para educar a tus hijos. Creo que prefiero la técnica de mis padres. 

    Me reí al imaginar a mis primos en sus clases de etiqueta, además, no pude evitar responder al comentario mordaz de mi tía y eso me salió caro. 

-¡Jovencita! ¡Lara! ¿Ahora lo ves? A eso es a lo que me refiero. Ahora que eres una madre soltera y viuda deberás trabajar más duro en educar a tu mocosa si esperas que algún día encuentre un marido adecuado. 

    Para mis adentros me preguntaba si mi tía Amelia creía que aún estábamos en la época victoriana en dónde las jóvenes debíamos tomar clases de etiqueta y buen comportamiento. A su vez, esperaba que mi madre le cerrará su boca con un astuto comentario, pero ella solo tenia cabeza para terminar de procesar la partida de papá.  

    Cuando llegamos al cementerio, me encontré con un mar de rostros entre los cuales muchos eran familiares y algunos no tanto; y a otros no los había visto en mi vida. Durante los discursos, tuve la desagradable sensación de que la mayoría de los allí presentes no conocían en realidad a mi padre. Comenzando por el color del atuendo. A mí padre le gustaban los colores vivos y alegres, no él negro; amaba la naturaleza y los paisajes que está nos brindaba, no la ciudad y sus edificios como algunos aseguraban. Su pasatiempo favorito era ayudarme con la tarea, ser un excelente padre y esposo y por sobretodo, pasar tiempo de familia. Le gustaba la comida chatarra y odiaba el brócoli, no le gustaba cuando le tocaba patrullar de noche porque tenía que estar lejos de nosotras. Y su forma de desconectarse del mundo era ir de pesca, no a jugar béisbol como el esposo de la tía Amelia aseguro.  

    Asqueada luego de escuchar tantas patrañas e incultos a la memoria de mi padre, me desconecte y empecé a pasear la vista por los rostros de los allí presentes, ninguno acaparaba mi atención hasta que uno en particular lo hizo.  

    Era joven y atractivo, sus ojos eran exóticos y atraían la atención, pero había un dolor indescriptible en ellos y la culpa estaba grabada en sus fracciones. Cuando se percató de qué lo observaba, me miró y su sonrisa fue amable, pero no llego a sus ojos. Sus labios se abrieron para decirme algo y a mí me urgía saber que era, pero sus palabras fueron a penas un susurro y se las llevo el viento dejándome con la incógnita. 

    La alarma me despertó abruptamente, mi frente estaba sudorosa al igual que mi cuello y espalda, el corazón galopaba velozmente al ritmo de mi respiración, mire con enojo y amargura el teléfono mientras apagaba su alarma. Me refregué los ojos tratando de aclarar mis pensamientos y recordar, pero por mucho que intente no olvidar los rasgos del muchacho de mi sueño, no logré conservarlos.  


 




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