A un metro y varios años de tí

II

En seis años su silencio y su ruido han alimentado los rumores infames que corren por la calle Independencia, por segundos se pregunta qué tanta ficción envuelve al mito de la chiflada del 141, asomándose por los cristales del metro a admirar el hilito de humo que raya el firmamento.

Sin un partido de fútbol del equipo local o la quincena de por medio es difícil que cualquiera se ponga a hacer carne asada, cada segundo esperando que el semáforo de la avenida brille en rojo es una plegaria a Dios para que guarde a su hermana, cruza la avenida con el tono de espera perturbando su cabeza con presagios terribles que terminan por apoderarse de él. Corre a costa del mundo; vehículos que se hacen camino entre dos hileras de coches estacionados, banquetas angostas, rampas que se le hacen escalones, botes de basura, vecinos que pasan. Las paredes que reinan sobre la ciudad lo agobian, esclavo de la tierra dobla por la esquina y sus zancadas se transforman en saltos, sus piernas en alas y en sus delirios de mortal está volando. El olor a quemado le pica en los ojos, el alma, más bien, lo consume por completo; es bendecido por el último rayo de sol que se escapa de los cerros hasta que ambos se extinguen, y su silueta se confunde con la ropa de la noche hasta que llega a casa. Un tambo con cemento seco acompaña la puerta, despide luces anaranjadas que se estremecen con el viento y espantan a las sombras, distingue un pedazo de papel con un acabado de acuarela arrugarse lentamente pero es Yenien la que se retuerce a su lado como si ardiera en llamas. Su boca despide los quejidos más horribles cuando quiere excusar sus acciones, pero acaba callada haciendo una mueca y un espacio para entrar en los brazos de Tahiel. Es la víctima que no perdona y el agresor que no es perdonado, el caminante que por cada paso que da retrocede uno. Une sus brazos temblorosos en la otra nuca, construyendo palabras cortadas en tajos, llora a sus obras igual que a hijos, no les dedicó más de unas horas a cada una pues creía que de ser así las odiaría aun más. Por meses ambos tuvieron la certeza de que perdería contra la tentación de acabar con su vida en soledad, pero hoy ese sentimiento que no cabe en la cordura del hombre retorna. ¿Van a estar bien mañana? Porque el dolor que tienen encima amenaza con quedarse ahí hasta que lo apuñalen con un cuchillo.

Hunde sus labios en su flequillo y no se detiene hasta llegar al cuero cabelludo, una que otra lágrima caliente se pierde en las hebras de su pelo, le cuesta respirar. Se habría grapado la garganta con tal de no ser descubierto, pero ahí está otra vez, creyéndose que con un abrazo podrá protegerla del mundo cuando bien sabe que su llanto es lo único que podría terminar de romperla. Tahiel la ha querido por los dos todos estos años que a veces se les olvida que eso no es correcto.
 

– No llores... Es todo mi culpa.
 


 

– No lo es, soy yo que quiero ser eso que necesitas, Yeni, pero no sé qué es. No puedo –concederle sus más grandes deseos como el genio de la lámpara, otorgarle la felicidad que tanto le cuesta obtener por su cuenta.
 


 

– Sé mi hermanito menor, solo eso. No tienes que ser nadie más.
 


 

No se dicen otra cosa, se dedican a oír llorar al otro, a estremecerse con sus espasmos como los propios, a cobrar calor cerca del fuego. Yenien descansa su cabeza en su hombro y sus ojos brillan en amarillo, atentos a los duendecillos que brincan sobre la tumba de tantos de sus sueños grises hasta que la brisa helada rescata el pedacito de papel enterrado bajo sus propias cenizas. 
 


 

Todo le parece a una pesadilla que tuvo anoche, pero cuando gira la cabeza lo recibe la pared sin el color de sus pinturas en cartoncillo. El mundo es blanco e insípido de nuevo, ya no recuerda su sonrisa o la de Yenien, se ahoga en las sábanas permitiéndose soñar también por un segundo, solo uno; y pide que las flores recuperen el aroma, su piel calor y los días sentido. Una señal que le indique que no está caminando en círculos, que su esfuerzo no es pequeño, una razón para levantarse tan temprano.
 


 

Asoma la cabeza al lado del colchón y el centavo plateado junto a la pata de su cama le sabe a tantas experiencias amontonadas entre ellas. Guiña con un destello que le invita a alcanzarla, y cuando la toca la vida corre a un ritmo distinto. Los carritos de las compras rechinan a sus espaldas, las bolsas protestan ante cada roce, el sonido del escáner se convirtió en la cuenta regresiva de su tiempo en la Tierra. Trae el estómago ceñido a un mandril verde y le enseña los nudos en su espalda a las puertas automáticas del supermercado, justo debajo del letrero rojo con el 7.
 


 

Aspira a los viejos tiempos, llega a ellos en sueños y es otro espectador. Se recarga en una máquina expendedora, viendo la película de su propia vida. Su vieja persona es un extraño al que no tiene derecho de hablarle, y él un intruso de su pasado. Busca a su hermana entre las otras niñas pero ni siquiera se acuerda bien del tinte de su cabello o el número que la acompañaba.
 


 

Sale a ser recibido por el aire insulso de la mañana y el brillo débil del sol, pero ni el aire de la mañana es insulso ni el brillo del sol débil, simplemente su memoria no es capaz de reproducir el calor que busca, así que no tiene remedio que ponerse a pensar en lo sencillo que era todo antes. Sábados y domingos llenaban su cerdo de barro con monedas, los viernes eran dueños de la mesa del comedor, aprovechaban la luz del día para separar los centavitos en cartuchos de diez y de cinco, la noche ya era para hacer la tarea. El día de su cumpleaños canjeaban la feria al banco, y con amigos se escapaban al cine después de clases a ver una película de terror, pero no llegaban a la sala todavía cuando ya estaban pellizcando unas palomitas con chile del tazón.
 



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En el texto hay: venus

Editado: 01.04.2021

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