Cuando sube a su patineta, cualquier distancia es posible. El ruidito de las ruedas es como el ronroneo del ventilador que lo arrulla en las noches: no importa si tiene frío, no puede apagarlo. Los coches son sus enemigos jurados, esos monstruos motorizados son los dueños de las calles, pero hoy las cosas son distintas. La plaza está llena de gente, no sabe lo que piden pero lo piden a gritos. El Palacio Municipal están en llamas, hay patrullas por todas partes pero parecen hormigas frente a la ola de pancartas de colores que pintarrajean la ciudad.
¡Doscientos ochenta y cuatro! ¡Doscientos ochenta y cuatro! Eso es lo que dicen.
Ve quejas en redes sociales todos los días, y a veces participa en ellas, pero nunca había formado parte de algo más grande, una lucha que atravesara la pantalla de su celular. Él y su skate no tienen su espacio allí, abandona el parque y se dirige a la parada de autobuses. Con la etiqueta de extranjero que tiene pegada en la frente, no siente pena de preguntarle al anciano sentado a su lado de qué se trata todo esto.
– Pues que hoy es el aniversario de la desaparición de las doscientas ochenta y cuatro personas que trabajaban en el metro.
– Dios... –ese chico ya se lo había dicho, pero es la cifra la que lo impacta de verdad, porque cada unidad en ella es una vida de la que no se supo más, y todas en el mismo día...
– Peor tantito, el alcalde de Candelaria dijo que iba a invertir en la investigación para levantar su campaña electoral, todos votaron por él y ahora resulta que el caso sigue en las mismas. Los manifestantes están bloqueando todo así que todos estamos que nos lleva la chingada –añade su hija, una mujer robusta parada a su derecha.
– Tienen razones para estar enojados, parece ficción, no puedo imaginar cómo estás cosas pasan.
– A estas alturas, eso vale madres –sentencia el viejo, batiendo el dedo como si fuera una varita–. Lo único que sabemos es que la policía es una inútil. ¡No es posible que todavía no encuentren ni a una de casi trescientas personas! ¿De qué nos sirve ser el estado más rico de México si estamos bien amolados en la seguridad? Por Dios.
A Arvel le da la impresión de que a ese hombre mayor va a darle un ataque si sigue haciendo corajes pero, por otra parte, esa pose de piernas abiertas y los codos en sus rodillas transmite una fortaleza del espíritu tal que se siente ciertamente celoso.
No añade una palabra más, las luces rojas y azules que tintinean a la distancia logran entretenerlo un rato, pero a medida que la cortina blanca del medio día cae encima de la ciudad la gente abandona la esquina, y por esa calle desolada no pasa más que tierra.
– A mi se me hace que el camión ya no va a llegar, apá.
– No, pos vámonos.
Arvel ya está todo colorado de los brazos, y el chingado autobús ni se asomó por allí, así que zarpa hacia una nueva aventura. En la zona metropolitana hay de todo, viéndola con sus propios ojos, podría decir que hasta tiene vida propia. A dos cuadras de La Macroplaza edificios modernos y cadenas de talla internacional conviven con establecimientos sencillos y lonas de colores. El mercado le roba la calle a los carros y la banqueta a los peatones, todo goza de una buena capa de polvo que no es suficiente para borrar los colores que pintan a cada centímetro del centro de Monterrey. Está seguro de que nada hay más emblemático que un puesto de pollo a la parrilla robándole la clientela al KFC vecino. Todos están apachurrados, compitiendo por un lugar, y él en medio del todo, ingeniándoselas para no perderse de nada.
Lo que más le gusta de todo son los juguetes, desde los perritos que se mueven a baterías hasta los unicornios inflables con rueditas en las patas. Debe de ser una fantasía venir a este lugar de niño, o eso es lo que piensa. La muchedumbre va y viene a pesar de las protestas, el hambre no se va, y Navidad se aproxima. No hay un rastro de nieve, solo esa aura decembrina que le calienta el corazón a cualquiera.
Tiene las piernas agarrotadas de tanto caminar y no piensa antes de sentarse en una de las pocas mesas junto a un pequeño puesto de barbacoa.
– Cinco tacos de barbicoba, caracoba... ¡No, ah!
Sonríe a penas frente a las risas que recibe, finalmente lo ha leído bien pero no se atreve a corregirse de nuevo, sólo añade un "por favor" y le da un trago a su coca.
– Qué vergüenza.
Toma su nuevo celular, un ladrillo de teclas que le sobraba a un amigo, y comprueba la hora. Enseguida recibe su orden, las tortillas blancas le dan un aspecto más apetitoso a la carne que se asoma por las orillas, solo basta con añadir los complementos para que empiece a comer.
Va a medio plato cuando se cuestiona por qué está ahí, comió mucho por el desayuno, no le quedaba hambre cuando hizo su pedido. Por inercia le da por ver su barriga, siempre ha sido delgado, hoy está tan delgado como siempre pero se ve y se cree la cosa más asquerosa que hay, y lo doble de asquerosa cuando en vez de guardar lo que le queda se lo acaba de una vez.
Es suficiente, se dice. Se limpia la grasa de los dedos con una servilleta y va a la barra a pagar su comida. Se ve tentado a pedir más pero, no debe. En cambio, entra a una panadería y sale comiéndose unas donas que le llenan de migas de azúcar y desesperación. Es inútil, sabe lo que tiene que hacer pero no puede decir que no, es como si cada bocado le diera más y más hambre, no tiene control sobre lo que hace, la cagó de nuevo y eso lo asfixia. Cree que si lo compensa podrá volver a empezar de otro día, y no puede sacarse esa idea de la cabeza.
Un cosquilleo alarmante invade su paladar, ya está salivando como para vomitar ya mismo, pero no lo hace. Esta es su mierda, un problema tan íntimo, tan de él, que tiene que esconderlo todo como a un delito. No se atreve a buscar un baño, en cambio, se lo traga todo, convencido de que, llegando a casa, no va a dejar nada dentro de él.