Era irónico para un vampiro que su momento favorito del día fuera la mañana. Sin embargo, para Darah no había un momento más magnífico que el amanecer. Por supuesto que él no podía disfrutarlo. Se mantenía oculto en el más oscuro de sus cuartos observando como la luz se colaba por una pequeña rendija. Jamás tocaría su piel, jamás abrazaría su cuerpo.
Darah no recordaba un momento de su vida donde no hubiera añorado la luz del día. Tenía solo once años cuando terminó en las manos de un monstruo. Nueve años de sufrimiento, jugando un juego con un solo superviviente. Mirando a los treinta niños, uno por uno servir de cena. Hasta que quedó él. Hasta que fue convertido en los mismo que siempre temió y odió. Solo era un huérfano que cayó en las manos equivocadas de un hombre cruel y despiadado.
Con cada minuto pasado, la luz se iba haciendo más fuerte, obligándolo a cerrar sus ojos. Las lágrimas amargas bañaban su cara y los gritos de ira se apoderaron de su garganta. No había nada más odioso que seguir viviendo esta pesadilla. Estiró la mano lo máximo que pudo hasta sentir la horrible quemadura que consumió su dedo. El olor a quemado inundó su nariz y su reflejo innato le obligó a retirar la mano.
Después de un rato de estar autocompadeciéndose y maldiciendo al que lo convirtió en vampiro se puso de pie. Se envolvió con su larga capa y se internó en su casa. Todo adentro era oscuridad. No existía una sola ventana. Era simplemente una enorme tumba. Sus ojos se adaptaron de inmediato y no tardó en encontrar la forma curvilínea de su esposa.
Estaba recostada sobre el sillón aparentemente dormida. Su respiración era regular, elevándose su pecho una y otra vez. Su corazón permanecía quieto y en un profundo silencio. Su piel pálida y fría delataban unas vénulas azuladas y moribundas. Darah se quedó quieto analizando la situación. No quería hablar con su esposa y mucho menos acercarse. Decidió que lo más prudente era regresar por donde había venido.
Fue demasiado tarde. Los ojos rojos sangre de su esposa se abrieron de golpe y se clavaron en él. Una sonrisa lobuna y malvada enmarcó sus labios.
—Déjame adivinar — exclamó poniéndose de pie y estirando dramáticamente sus brazos —De nuevo lloras por la luz del sol.
Darah decidió no contestar y bordeó el sillón. Odiaba que su esposa se burlara así de sus sentimientos. Odiaba el tono sarcástico que siempre utilizaba y la odiaba a ella. Grúa, su esposa, no dejó que se escapara tan fácil y utilizando su velocidad sobrehumana se paró frente a él. En su rostro usaba la más avinagrada de las expresiones. Reduciendo su belleza a la nada más absoluta.
—Te odio —dijo pronunciando una a una las palabras. Darah ya lo sabía, pero inexplicablemente le dolió.
—Te odio — gritó más alto Grúa y llevada por la desesperación comenzó a golpear su pecho con fuerza. Entre gritos y llantos le reclamaba su cruel destino.
Darah no podía quejarse. Él era culpable y merecedor de todas las culpas. Se había convertido en lo que más odiaba y había presionado a su esposa a acompañarlo en su inmortal castigo.
—Tenía que salvarte —respondió Darah agarrándola finalmente de las muñecas. Grúa tenía el rostro surcado de lágrimas. Esa era su excusa. La única que tenía. —No podía dejarte morir. Simplemente no podía
—Y ahora no moriré jamás —gritó la vampiresa y se dejó caer de rodillas. Su esposo intentó abrazarla, pero ella lo empujó con brusquedad.
No cruzaron otra palabra. Todo hubiera sido silencio salvo por los sollozos ahogados de Grúa. Darah sentía como su corazón se partía en pedazos. Quería arrepentirse, de verdad, que quería, pero no podía hacerlo. Si hubiera tenido que hacerlo otra vez, lo haría.
—Yo te amaba —interrumpió sus pensamientos Grúa . Su voz estaba quebrada y era apenas un susurro que solo podía ser apreciado por sus magníficos oídos. —Confiaba en ti más que en nadie en mi vida. Jamás esperé esa traición.
Darah no le contestó. Intentó varias veces abrir la boca, pero ningún sonido salió. Grúa se levantó sin mucha gracia y se plantó frente a él. Su rostro volvía a ser una máscara del más puro de los odios. Alzó la mano preparada para golpearlo. Él cerró los ojos esperando el golpe. El dolor nunca llegó. Ella había desaparecido.
—Lo lamento —susurró al fin, aunque ya era muy tarde.
Se sentó en el mismo sillón que su esposa había ocupado. Rememoraba la horrible noche donde su esposa murió y él la salvó. Había sido un accidente. Uno que nadie más vio venir. Lupa era su amiga, lo había sido durante años. Sabían que había cambiado, que la experiencia traumática había convertido su naturaleza dócil en una bomba de tiempo. Grúa simplemente se cruzó en su camino.
No podía olvidar la cálida sangre que manchaba todo el piso. Ni la mirada moribunda de Grúa. Mucho menos la garganta abierta y las burbujas sanguinolentas que se escapaban de entre sus labios. Él tenía las manos manchadas. El olor metálico era desesperante. Instintivamente se llevaba varios dedos a la boca saboreando la sangre de su esposa. Grúa murmuraba algo que él era incapaz de entender. Su vida se le escapaba entre las manos.
—No puedo dejarte ir —le dijo en un susurro quebrado. Había imaginado solo un segundo una vida sin ella y la perspectiva era aterradora. Él no quería volver a estar solo. No quería dejar ir a la única persona que le había hecho sentir humano.
Sus dientes se clavaron profundo en su muñeca, la sangre venosa, muy oscura, cayó como una cascada en la boca de Grúa. Ella se retorció e intentó escupir su sangre, pero Darah se lo impidió. Agonizaría durante horas antes de que despertara como vampiresa.
Tres años después las cosas solo habían empeorado. Ella no se acostumbraba al hambre de la sangre. No se saciaba con los animales y no se acostumbraba a la palidez de su propia carne. Estaba enloqueciendo lentamente y él era el culpable. Darah suspiró profundamente. Él había tardado una década en controlar sus instintos, quizá Grúa sea igual. Era la única esperanza que le quedaba.