Desde la llanura se observaba todo. Las columnas de humo que ascendían hasta mezclarse con el cielo contaminado. La tierra yerma y casi desértica y los gritos agonizantes de las víctimas.
El jinete estaba acariciando a su caballo. Sus dedos se hundían entre su carne tocando los fríos y relucientes huesos. Los bufidos del animal expulsaban un vaho negro que apestaba a muerte. Al lado del jinete se encontraba su hermano. Tenía los brazos elevados hacia el cielo, unas chispas verdes salían de sus manos y un invisible virus se esparcía por todas partes. El jinete apartó la mirada y decidió cerrar los ojos. Deseaba que sus oídos también pudieran cubrirse.
Fueron solos unos minutos de paz. Un momento donde se permitió olvidar dónde estaba y qué estaba por hacer.
— Es tu turno — resonó la voz de su hermano. Arrancándole de su sueño y devolviéndole a la pesadilla.
El jinete sujetó con más fuerza su hoz. No quería cruzar el campo recogiendo a todas esas almas. Aunque hoy solo se llevaría a las víctimas de la guerra. Aquellos cuerpos destrozados que murieron atravesados por balas disparadas por sus propios hermanos. Los aplastados por los escombros. Los destrozados y envueltos en sus propios charcos de sangre. La idea le hizo estremecer y sacudir la cabeza en un símbolo silencioso de negación.
Le habría encantado ser como su otro hermano. Feroz como ninguno y sin una sola gota de compasión. Capaz de avivar el mínimo conflicto. En cambio era un ser que odiaba para lo que había nacido, que deseaba dar más vida que aquella que quitaba.
—Hermano— repitió el otro jinete. —¿Qué estás esperando?
"Que el mundo no se muera" pensó, pero no lo dijo en voz alta. En su lugar, agarró las riendas de su corcel y bajó como una flecha la colina.
Recoger almas era un trabajo relativamente sencillo. Flotaban como fantasmas que solo eran visibles para sus ojos. Salían directamente del corazón de los fallecidos. Muchos estaban confundidos y asustados. Veían a sus familiares llorando o su cuerpo siendo arrastrado y cargado en carretillas. Lo único que hacía era cortar el vínculo físico con su hoz y su caballo los absorbía funcionando como un reservorio hasta que los llevaran al más allá.
El jinete se colocó su capucha y sin fijarse demasiado movía de un lado a otro su arma. Llegó a un estrecho callejón donde una mujer famélica sucumbía a una herida en su pecho. Tosía y tosía. Él esperó pacientemente a que terminara de exhalar su último aliento. La miraba presa de la compasión más pura. ¿Por qué tenía que acabar así?
Los humanos no eran perfectos, nunca lo habían sido, nunca lo serían. Eran criaturas demasiado inteligentes que encontraban la manera de evolucionar gracias a su unidad y conocimiento, cuando hablaban y dialogaban se convertían en fuerzas dignas de admirar. Su forma de amar también era especial, a él le encantaría que lo amaran un poco. Si tan solo esa semilla venenosa que germinaba en el corazón de cada uno de ellos no fuera tan destructiva, quizá no tuviera que llevárselos.
La mujer tosió sangre y se derrumbó. Dejando que su cuerpo se resbalara por la pared de ladrillos. Finalmente llegó al suelo acurrucándose entre las fundas de basura. Su alma era blanca y muy brillante. El jinete bajó ligeramente la cabeza.
—¿Quién eres? — murmuró la mujer abriendo desmesuradamente los ojos.
El jinete no le contestó. Podía sentir el miedo que emanaba de su espíritu y le producía un pesar enorme. No quería llevarla. Quería devolverle a su cuerpo. Permitirle que viviera solo un poquito más. Espoleó a su corcel y con rapidez cosechó a la mujer. Un gritito agudo salió de ella. El jinete entonces perdió su cabeza y ordenó que su caballo corriera y corriera.
Los impedimentos físicos no representaban nada para él. Podía atravesar edificios, camiones y tanques de guerra como si fueran aire. Él volvía a tener los ojos cerrados. Se sentía perdido y quería ignorarlo todo. De pronto algo chocó contra él.
El impacto fue tan fuerte que casi se cayó del caballo. La hoz se resbaló de su mano y cayó al suelo. Se imaginó que se habría chocado con uno de sus hermanos. Probablemente Guerra. Sin embargo, en lugar del hombre musculoso y agresivo se encontró con un muchacho empolvado.
Tendría unos doce años de edad. Tenía quemaduras en los brazos y piernas. Vestía únicamente harapos que dejaban al descubierto su torso. Las costillas eran tan visibles que parecía que se habían tragado su estómago. El jinete se quedó estático pensando en qué había pasado. El chico alzó su mano y le señaló con un dedo tembloroso. Sus labios resecos se pusieron en un lento movimiento.
—¿Eres la muerte? —preguntó con voz entrecortada. Sus rodillas entrechocaban entre sí.
¿Cómo era posible? Ningún mortal debería ser capaz de verlo. Muerte se agachó ligeramente para recoger su hoz ignorando por completo al niño. Esperaba que estuviera tan enfermo que confundiera la verdad con los delirios.
—Sí, sí eres tú — exclamó de pronto.
Su grito hizo sobresaltar a la mismísima muerte que se irguió de inmediato y observó de nuevo al niño. El joven se había caído de rodillas y juntaba las palmas. Se movía de un lado a otro. Pronunciando palabras imposibles de entender.
—No. Soy solo un viajero. — respondió el jinete.
—¡Mentiras! Solo la muerte trae este olor. Solo la muerte monta un caballo lleno de almas y solo la muerte usa una capucha que oculta su huesudo rostro.
El jinete sacudió la cabeza asombrado. Sin embargo, éste no era su trabajo. Tenía que seguir cumpliendo su mandato divino. Ajustó las riendas y ordenó a su caballo que rodeara al chico.
—¡No! ¡No te vayas! No me dejes aquí — aulló el niño.
—No puedo ayudarte —respondió la muerte. Tocándose dónde debiera tener el corazón —Aunque quisiera no puedo.
—Sí. Sí puedes. Tú eres el único que puede.
El niño se arrastró por el suelo valiéndose de la vegetación muerta y llegó de nuevo ante el caballo. Se agarró de sus patas como si fuera un bote salvavidas.