Abaddona

Capítulo 3: El deseo

Ya no podía aguantar más.

Siguió corriendo en busca de la salida. En busca de esa salida que liberaría su alma enclaustrada. Ya sentía el ardor crecer en sus pantorrillas y subir lentamente en dirección a sus muslos, el dolor era insoportable, pero no podía parar.

El jadeo de su respiración por correr sin descanso la agotaba, jamás fue una buena deportista, pero este esfuerzo tenía que hacerse, no importaba el costo, ya que la recompensa al final habría valido la pena.

Por ratos solo quería sentarse, pero ya estaba cerca; tenía que seguir corriendo, no volvería a tener otra oportunidad como esta.

Luces de colores oscilaban frente a sus pupilas como si fueran muchas estrellas titilando fugazmente, quien lo diría, siempre había pensado que las ideas de los dibujos animados sobre estrellas frente a tus ojos cuando sentías dolor eran completamente irreales que únicamente eran imaginaciones del dibujante para reflejar el dolor ante el observador, pero no era así, ella lo estaba comprobando en ese preciso momento, cerro los ojos unos instantes sin dejar de correr, sus pies conocían el camino como la palma de su mano, podría seguir corriendo sin tropezarse jamás.

Siguió corriendo ya casi sin aliento, la sombra de la depresión la acechaba y se acercaba raudamente a su encuentro, tenía que seguir corriendo, aunque no hubiera un lugar seguro a donde dirigirse, aunque no hubiera un puerto donde encallar.

Finalmente, la había alcanzado cuando estaba a escasos cinco metros de su destino final.

Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas aún en contra de su voluntad, un profundo dolor se había instalado en su corazón y su cerebro parecía querer explotar dentro de su cráneo, se cogió las sienes con ambas manos tratando de amortiguar el dolor, pero sabía que no había modo alguno de pararlo. Cayó arrodillada sobre la tierra.

Odiaba sentirse así, odiaba partirse en dos y sentir que su cuerpo y su mente eran gobernados por una identidad diferente a la suya, poco a poco fue dominándola y haciendo desaparecer quien era, la bruma lo cubrió todo.

— ¿Por qué? ¿Por qué? —Se preguntaba una y mil veces de rodillas con la frente en la tierra — ¿por qué siento esta sensación de vacío?, ¡quiero que se vaya! — trato inútilmente de gritar, pero el dolor cada vez era más fuerte y agónico ¿por qué soy tan diferente a otras chicas de mi edad?, murmuro mientras algo dentro suyo quería liberarse.

— ¿Por qué? —Grito a todo pulmón mientras su garganta le ardía por los gritos profundos que salían de su interior —Estoy cansada —murmuro —muy cansada, estoy harta, quiero desaparecer, abandonarlo todo, quiero ser libre como el viento y poder volar, pero estoy atada a este estúpido cuerpo que ni siquiera es mío.

Su rostro era una mar de conflictos, tenía el entrecejo fruncido, lo que hacía que su pequeña nariz se respingara aún más, hizo un mohín con los labios mientras sorbía sus lágrimas.

— ¿Qué de malo hay en mí? —Grito a los cuatro vientos — ¿Por qué no encajo? —Se preguntó — ¿Por qué no puedo hacer amigos? ¿Por qué me siento tan sola? —Susurro quedamente —Lo tengo todo y a la vez no tengo nada; nunca estoy satisfecha, siento que algo me falta y no sé qué es.

—Dios, no puedo respirar… me falta el aire.

Cada que llegaba a algún lugar se sentía cohibida, temerosa, ansiosa, como si no encajara en ese mundo, como si su lugar estuviera en otro sitio muy lejos de allí, los demás la miraban como a un bicho raro del cual debían huir, como si su rareza fuera contagiosa. ¿Por qué si soy joven me siento tan vieja?

Se levantó haciendo acopio de fuerzas, era como si sus pies estuvieran clavados a la tierra, le era difícil dar un paso, sentía una loza pesada en su corazón que hacía que este ralentizara su movimiento y le provocaba poca oxigenación, casi no podía pensar, pero su mente solo tenía un único deseo llegar y terminar con todo.

—Ya estoy aquí al borde del acantilado —dijo para sí misma, mientras recordaba cómo había tenido que burlar la vigilancia estrecha que le hacían a ese paraje, «no por nada era conocido como el paraíso de los suicidas» recordó.

Miro a su alrededor, el viento rugía implacable y la escasa vegetación se aferraba con fuerza a sus raíces firmemente plantadas en el suelo, a lo lejos se veía el mar tranquilo.

Suspiro, había recorrido este mismo camino tantas veces en los últimos meses, y cada vez se repetía, hoy si lo haré, nada podrá detenerme, yo no quiero estar más aquí, tengo que terminar con este dolor que me está consumiendo, Dios por favor permite que me vaya, quiero dormir en la muerte y no despertar jamás.

Tenía tanto miedo a realizar aquello que su corazón ansiaba, pero más era su miedo a seguir viviendo con esa angustia que resquebrajaba su alma, era raro, pero cada vez que lo intentaba una extraña fuerza la retenía y frustraba sus planes, pero tenía la seguridad que esta vez sería diferente, no se dejaría vencer, nada podría detenerla.

Hoy se sentía peor que nunca, el vacío en su interior se había apoderado de ella tan profundamente que sentía que si no hacía algo se volvería loca y ya no podía volver a pasar por la pesadilla que había sido ir de psiquiatra en psiquiatra durante todos los años que tenía de vida.

Se paró al pie del acantilado, cerró los ojos sin importarle ya las lágrimas que corrían por su rostro libre al fin de salir, dejándole una tranquilidad inmensa y la decisión más férrea de terminar con su dolor, sentía el aire fresco correr con fuerza mientras agitaba su extensa cabellera negra, el día había estado tan nublado, como nublada estaba su alma, sus pensamientos volaron raudamente hacia su hogar, vio a su familia en su mente reunida en el salón familiar como todas las tardes, unas gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.




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