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—Robert —murmuró Lissa.
Robert giró para ver a Lissa quien se encontraba con una sonrisa llena de milicia. Las únicas veces que la veía de esa manera era cuando tenía esa satisfacción de haber asesinado a alguien.
Todos los guardaespaldas se encontraban sentados en sus respectivos sillones jugando cartas, él era el más alejado en su sillón individual con su maso de cartas en la mano. El jefe no se encontraba allí en ese momento, debía de haber estado en los laboratorios, él nunca decía para dónde iba, sólo llamaba a dos personas mínimo para seguirlo.
—¿Lissa? —Robert enarcó una ceja—, ¿Qué sucede?
—Quiero mostrarte algo —Lissa mordió su labio inferior y se alejó agitando sus caderas.
Ese traje que le habían otorgado revelaba sus piernas y un poco más encima de ellas. El azul le quedaba demasiado bien. Pero que perfecta pensaba Robert mientras observaba su trasero.
—Ya vengo muchachos —dijo él y dejó las cartas encima de la mesa.
La puerta estaba a punto de cerrar hasta que Robert caminó a grandes zancadas y la tomó antes de que golpeara contra el marco. Detrás de él podía escuchar como los hombres lo congratulaban y le silbaban.
—Bien, campeón.
—Con la niña del jefe, pero que suertudo.
—Esta vez sí tendrás lo tuyo, idiota.
Robert salió de la habitación cerrando la puerta a sus espaldas y vio a Lissa en medio del pasillo con ambas manos a sus espaldas y una sonrisa enorme en su rostro. Dio media vuelta y caminó dando saltitos hasta llegar a una puerta.
El cuarto de juegos del jefe.
Robert tragó saliva y caminó a paso rápido hasta llegar a la puerta. Se adentró a la habitación. Estaba vacía.
Y oscura.
El cuarto estaba repleto de juegos de azar. Tanto de mesas de billar, como bowlings, tragaperras, una ruleta, entre otras cosas que solo se conseguían en los casinos. Este cuarto era especial para cuando el jefe tuviera visitas o reuniones y solía jugar con ellos para evitar el estrés en el ambiente.
—Aquí estoy —murmuró ella en su oído.
Estaba a su lado. Lissa se colocó cara a cara con él observando con esa sonrisa tan pícara que tanto él amaba. Siempre había amado esa cara de satisfacción, esa mirada de león que tuvo a su presa.
—Lissa, joder, como me pones.
Lissa rió entre dientes.
—Y tú a mi Robert —Lissa dio media vuelta y se acercó a la mesa de billar—, y tú a mí.
—¿Pero, qué hacemos aquí? —Robert reclinó su espalda contra la puerta alzando su barbilla.
—Tú sabes bien que hacemos aquí —Lissa se sentó en el borde de la mesa con las piernas cruzadas—, sabes lo que dicen de mí. Que asesino a las personas y eso me da placer, muchísimo placer, pero eso no me llena —Lissa hizo un puchero—, así que admito que he tenido que salir a buscar hombres para hacerme sentir más como mujer que como un monstruo.
Mentira.
Robert dio unos pasos acercándose a ella sintiendo como su parte salvaje comenzaba a emerger. Sentía que caminaba en las nubes y finalmente todos sus sueños se harían realidad.
—Apuesto eso —Robert murmuró mientras se acercaba cada vez más.
Lissa abrió un poco las piernas y un poco más hasta dejarlas abiertas completamente. Robert no pudo soportarlo y bajó la mirada observando su entrepierna. Si esa tela no estuviera allí… su imaginación volaba.
—He sido demasiado mala —murmuró ella apoyando el peso de su cuerpo contra sus codos—, ¿No crees?
—Sí lo has sido.
Antes de que Robert lograra colocar las manos encima de su cintura, Lissa se volvió una corriente eléctrica y atravesó la habitación hasta estar a sus espaldas. Robert giró para verla a los ojos. Incluso con esos tacones ella era más pequeña que él.
—Aún no, tontito —Lissa sonrió—, debemos ir a un lugar más privado.
Lissa tomó su mano y lo atrajo hasta el final de la habitación, a una puerta de madera color rojo. Sabían que había allí, era el cuarto de mantenimiento. Donde estaban las herramientas, los aparatos de limpiar, entre otras cosas.
Lissa la abrió y se adentraron al aposento. Lissa encendió la luz, el único foco que iluminaba el cuarto repleto de escobas y estantes con cajas de herramientas. Martillos, clavos, entre otras cosas.
Robert escudriñó el lugar, no se sentía tan cómodo puesto que el lugar era pequeño. Bajó la mirada para observar a su compañera, pero era todo lo contrario a lo que imaginaba. Esa sonrisa llena de picardía se había desvanecido, lo observaba con la cabeza baja, pero con los ojos puestos en él. No había más que ira en ella.
—¿L-Lissa? —Tartamudeó él.
—Eres un ingrato idiota cara de mierda con una garganta llena de vergas —Lissa colocó una mano en su cuello ejerciendo presión. Lo estaba ahorcando.
—P-Pe…
—¿Qué dices? —preguntó Lissa ladeando su cabeza—, no te escucho. Creo que al chupar tantas vergas te corta la lengua, no lo sé.
Lissa lo lanzó contra la pared y él cayó al suelo arrodillado. Sentía como la sangre comenzaba a hacerse camino por su boca.
—Recuerdo lo que me hiciste —Lissa dio solo un paso y alzó su pierna hasta que su rodilla estuviera a la altura de su ombligo—, como pusiste esa maldita manguera en mi boca imaginando que tienes sexo conmigo. Quizás no me violaste, pero eso fue horrible, amigo ¿Quieres saber cómo se sentía?
Lissa bajó su pie con su tacón punzando en la pierna de Robert. La punta de las botas se había enterrado en su pierna traspasando la carne.
Robert gritó.
—¡Maldita perra!
—¿Qué dices? —habló con tranquilidad—, ¿Que la saque? De acuerdo, pero será peor.