Abismo

2. Un Misterioso Combatiente

La carroza se movía con dificultad en medio de aquellos montículos de lodo y hojarasca que obstaculizaban el Camino Real y hacían que la encomienda tardara más tiempo del planeado en llegar al Palacio de Leussandes.

El cochero conducía con maestría a los dos corceles blancos que tiraban de la carroza, el sonido de su látigo rompiendo el aire sobresalía incluso más que las pezuñas de los caballos sobre la tierra o las ruedas del vehículo surcando el terreno.

Aquel transporte estaba perfectamente construido y muy bien adornado. Las puertas estaban decoradas con oro fundido y por todo el vehículo se veían incrustadas piedras preciosas, tanto conocidas como minerales que rara vez, a lo largo de la historia, se habían visto.

Dentro de la carroza se encontraba un hombre joven, apenas en el inicio de su tercera década. Sus cabellos eran tan negros como la obsidiana y sus ojos brillaban en un azul cobalto que rasgaba la oscuridad. Iba vestido con sencillas prendas que desencajaban por completo con el estilo de la carroza. Pero es que la carroza no era suya. El Rey Isar había solicitado su presencia cuando aquel hombre de mirada azulada había escrito una carta desde el poblado de Wayne para advertir al joven monarca sobre lo que sucedería con su adorada hija, la princesa de Adur.

Nadie, ni siquiera el rey del más poderoso reino, dudaría de cualquier palabra que aquel hombre dijese o escribiese, después de todo, él era el Oráculo. La única persona en el mundo capaz de saber el pasado, leer el presente y ver el futuro.

A su lado iba una figura delgada envuelta en ropas negras que observaba el paisaje por las pequeñas ventanas del transporte. Era completamente de noche, y allá fuera sólo se observaban árboles hasta la infinidad, envueltos en sombras negras y bajo un ambiente triste y solitario.

-Te dije que no salieras sin mí- le reprochó el hombre. La figura se encogió en su lugar.- Has cometido un terrible error, lo único que tenías prohibido en todo el mundo. Has roto las leyes de la magia.

-Lo siento- susurró débilmente.

-Con sentir no basta, tienes que reparar este desliz antes de que afecte el destino de la princesa, o el de su reino.

La pequeña figura asintió con la cabeza sin apartar la vista del paisaje que, con el lento pasar de las horas, comenzaba a verse tenuemente iluminado con los primeros rayos del sol. A lo lejos, en medio de un resplandeciente halo blanquecino, se alzaba el Palacio de Leussandes.

El Camino Real era el único paso conocido que conectaba al reino de Adur con el resto del mundo. Era un estrecho camino que hacía las veces de límite entre los lindes del Bosque Maldito y las primeras grandes rocas que formaban las Montañas de Ghale. Eran extensas leguas de un terreno lodoso y turbulento que complicaba a creces la comunicación del poblado de Adur. Cruzarlo de día era un martitrio, pero de noche era peligroso en demasía. El camino se veía envuelto en una niebla que dificultaba la vista, además que la temperatura bajaba considerablemente y decenas de extrañas bestias salían de las montañas para cruzar al bosque y cazar a sus presas.

Pero aquella encomienda era sagrada, y viajar de noche era mucho más beneficioso que de día. Sobre todo tomando en cuenta que el acompañante del Oráculo solía escabullirse entre el misterio de la noche a explorar los alrededores de cualquier lugar en el que decidieran acampar.

Aunque, por el momento, aquello había acabado. La llamativa carroza atravesaba el portal de bienvenida al reino justo cuando el sol comenzaba a despertar a todos en el Palacio.

El cochero terminó su trabajo cuando guió a los caballos al frente de las enormes puertas de roble, tras surcar la extensa reserva floral privada del rey, aquel laberinto de arbustos y árboles a los que llamaban Jardines Reales. En el instante que la carroza se detuvo, las admirables puertas que resguardaban la entrada al palacio se abrieron majestuosamente. Del portón abierto salió el Rey Isar, vistiendo un espléndido traje azul adornado con detalles en oro. La empuñadura perfectamente pulida de su espada, Silbido, sobresalía a su izquierda como un afilado toque a su majestuosa presentación. Llevaba sobre los hombros una bellísima capa blanca que ondeaba ligeramente con la brisa de la mañana.

A su lado, sujetando su brazo, iba la Reina Addel luciendo un vestido de seda en colores similares a los de su esposo. Era un vestido precioso. acampanado, adornado con múltiples capas de tela delgada que simulaban pequeñas faldas que cubrían su cintura y caían al suelo, juntándose el origen de todas ellas en un punto de la fina cintura de la reina, justo en su vientre bajo. La capa que llevaba, blanca como la nieve, estaba sujeta a los tirantes del vestido con broches de plata.

Juntos, los soberanos del reino de Adur daban la apariencia de la belleza inalcanzable y la perfección. Era el temple en su mirada, su porte y postura las armas más eficaces que jamás se hubieran visto, siempre tan honorables, tan fríos y tan calculadores.

Cuando la carroza se detuvo por completo al pie de las escaleras de mármol que conducían a la entrada del palacio, el cochero bajó de su asiento, al frente del vehículo, para abrir la puerta de la carroza.

El Oráculo se deslizó en su asiento hasta la puerta, pero antes de salir detuvo el avance de su acompañante, quien se proponía a acompañarlo en su audiencia con los reyes.- Tú te quedas aquí- le dijo mientras colocaba su brazo en el pecho de la pequeña figura.- No quiero que causes más conflictos. Acompañaras a Gari a las caballerías, lo ayudarás a limpiar a los caballos y es todo. No te metas en problemas, ¿entendido?



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En el texto hay: misterio, romance, lgbt

Editado: 03.08.2019

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