Apretaba mi mano trémulo. Creo que sonreía nervioso bajo el turbante, yo en cambio trataba de apaciguar los miles de pensamientos que no daban sosiego a mi ánimo. La gente aguardaba ansiosa y murmuraba si el aspirante al trono podría conquistar la corona con tan solo sostener la copa de vino correcta. Los curiosos movían sus manos de rato en rato para despejar las cabezas abultadas y obligarlas a ceder porque molestaban su vista. La Plaza Central sería testigo de un acto que jamás había sido empleado para preservar la dinastía real y su descendencia. En esta ocasión, la única habilidad con la que debía contar el osado candidato al trono era su suspicacia para elegir sabiamente.
En mí solo se formaba una idea. Por primera vez, confiaba en que los hilos de la suerte se confabularían a nuestro favor. Oraba porque así fuera. La plaza parecía mostrarse complacida, dando cabida a los valtorianos y extendiendo bajo sus pies un pavimento agrietado, producto de rebeliones y batallas que se habían dado en ella, aunque parecía que ese mismo valor derrochado en las contiendas se esparcía como un humo invisible para infundirles a ellos esperanza.
Se había colocado, a un lado, la mesa de los magistrados y consejeros, quienes sentados en orden y según su rango reflexionaban, unos preocupados, otros emocionados, el acontecimiento que marcaría el rumbo del reino: que un Rey pueda gobernar sin que haya nacido con sangre real ni que haya recibido la preparación suficiente para asumir el cargo. Al lado izquierdo de la mesa, se observaba otra cubierta por un mantel blanco de adornos dorados en las esquinas, con tres copas y una jarra doradas. A una distancia corta se veían sillas en filas, que formaban semicírculos en las inmediaciones de la plaza, en donde se sentarían los que asistirían al evento.
Supe que la organización de ese día había provocado discrepancias entre los nobles y consejeros porque los más jóvenes alegaban que lo más adecuado era decorar la Plaza Central con motivo de la boda nupcial que seguramente se iba a desarrollar mientras que los más decrépitos, entre ellos el consejero mayor, se oponían ante tal decisión por ser demasiado ingenua e improbable.
—Imagínense que el "Trueno del desierto" no adivinase la copa, quedaríamos como unos imbéciles si dejamos todo listo. Si acierta se hará la ceremonia.
Decían que el consejero mayor esperaba con ansias que el guerrero que salvó a Valtoria fallara para reunir nuevamente al Consejo y nombrar a un Rey “digno” de gobernar. Mucho más allá de la desconfianza que los indisponía contra el vengador de Valtoria, unos pocos magistrados creyeron que el valiente guerrero tenía posibilidades de ganar el trono y por ello insistían en que se hiciesen de una vez todos los preparativos.
Aquel día, ante la incertidumbre de todos, se presentó Dunovan con una reverencia y, enseguida, explicó el inusual ritual que serviría para conocer si el guerrero podría obtener Valtoria, un ritual único y excepcional que se debatió a raíz de la muerte repentina de los anteriores regentes. Dicho esto, dio paso para que se procediera con el ritual de la copa de vino. Los hombres del Consejo se levantaron e hicieron una inclinación hacia el hombre barbudo que revelaba en su rostro más longevidad, el cual se había sentado en medio de la mesa principal, para luego detenerse a unos metros de la mesa en la cual se celebraría el ritual. Después, se levantó el consejero mayor de la mesa y se ubicó junto a Donovan para supervisar cualquier irregularidad en el proceso de la ceremonia.
Dunovan colocó boca abajo las tres copas de vino, brillantes de oro e idénticas, con el fin de que el consejero mayor las pusiera en su posición inicial, en señal de respeto y autoridad hacia su persona. El anciano mandó a que se le vendaran los ojos al guerrero previo a que un sirviente vertiera la bebida anhelada sobre la copa que él le señalara. Luego de que una de las copas fue llenada, Dunovan ordenó con amabilidad que se debía tomar una decisión.
Jungkook a pesar de haberse desatado la venda, mantenía los ojos cerrados como si estuviera meditando, en tanto que el anciano y Dunovan se miraban en silencio. Se volteó.
—¿Qué haces? —le susurré.
Mi rostro había sido liberado del turbante. Me sentí desvanecer porque un hormigueo ardiente recorría mis mejillas.
—Hazlo tú también —me dijo.
Casi sin aliento y como si no pensara lo que hacía quité temblorosa su turbante. Temblaba.
Se propagó un murmullo abrasador. Él colocó sus manos en mi cintura y rozó por un segundo mis labios.
—Tranquila.
El consejero mayor indignado gritó:
—Pero... ¿qué es esto? ¡Esto es un engaño! ¡No podemos seguir!
Airado se removía los cabellos cenizos y sus ojos centelleaban amenazadores. La gente estaba conmocionada, pues era como si un antiguo monstruo hubiese despertado del sueño, algunos se retiraron despavoridos. No podía ser peor, nosotros debimos encarnar para ellos un cuadro apocalíptico: el criminal más grande del reino junto a la joven que en otro tiempo había acompañado a su padre con la promesa de la corona. Sin embargo, aquel hombre los había liberado.
—Elegiré mi copa —dijo Jungkook con aplomo a pesar del intenso barullo.
—No puedes... ¡maldito! —vociferó el consejero—. ¡Alguien que los detenga! ¡Alguien que los detenga!
Nadie se movía, estaban petrificados. Dunovan trataba de calmar a la multitud en llamas. Jungkook se tomó unos minutos y tomó la tercera copa, la que estaba más cerca al consejero mayor. Al otro extremo y cerca de la primera copa se hallaba Donovan algo inquieto. Jungkook la tomó y la volteó para que todos apreciaran su contenido. El piso se empapó de un líquido púrpura.
—¿Cómo pudiste? Esto no es legítimo —dijo el consejero—. ¡Arréstenlos!
—Eres un hombre codicioso que quiere abarcarlo todo para sí, por eso la copa estaba de tu lado —le respondió Jungkook.