Academia de Rebeldes

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Las primeras dos semanas fueron bastante intensas, me sentía nuevamente en la secundaria, corriendo entre una clase y otra, desconociendo por completo el mundo que se abría ante mi cada vez más grande e imponente. Y me gustaba, tanto que deseaba aprender más y más.

Todos los días después de clase entrenaba con Atyra, era increíble como la memoria estaba plasmada en mis huesos, en mis músculos, y no en mi mente, como un gran vacío que me había poseído, no había recuerdos pero sabía tirar tres dagas a un punto en movimiento sin vacilar, donde había nubes y baches de vacío en mi memoria también había una velocidad poco común en peleas cuerpo a cuerpo y lo más triste, poderes que poco a poco iban tomando el control pero por cada día que lograba controlar algo, el siguiente era un descontrol total.

Luego de cada entrenamiento “exitoso” Tamar curaba mis heridas porque al parecer el fuego era lo que mi madre me heredó y por ende al no saber controlarlo siempre terminaba con mis manos quemadas, o alguna parte de mi ropa incinerada, Atyra y Dymis también salían heridos la mayoría del tiempo pero estaban entusiasmados con cada paso que lograba dar, incluso a veces más que yo misma y hacían parecer que esas heridas no importaban.

Siempre tuve la tendencia a ver primero mis errores, pero con ellos, lo que a mis ojos era una falta de algo más, desde su perspectiva era un logro enorme que se debía festejar como si de ganar un premio en un triatlón se tratase.

Kelhus me esperaba tres veces a la semana en la biblioteca para recorrer juntos las extensas páginas de herederos, de mi sangre, para encontrar alguna respuesta a lo que me sucedía, algún hechizo prohibido que mi madre podría haber utilizado para protegernos, algo. Ese era el primer paso para poder definir qué hacer, aunque todo parecía indicar que la respuesta estaría en el castillo y para infiltrarnos, debíamos trazar un plan milimétrico que ninguno estaba muy a gusto de llevarlo a cabo. Mucho menos con una elfa tan poco entrenada como lo era yo… aún.

Cuando llegaba el fin del día no me quedaba más energía para hacer otra cosa que darme un baño y dormir, como si hubiese vuelto de la guerra misma.

A Theon lo veía únicamente en las clases que él dictaba, era severo, oscuro pero muy inteligente y eso, a medida que explicaba cada tema con lentitud y soltura, le daba su atractivo.

El último fin de semana del mes, permitían que los estudiantes vuelvan a sus hogares y visiten a sus familias, la mayoría provenían de familias que vivían en el campo o dentro de los bosques por lo que el día de hoy se encontraba el edificio completo muy desolado para mi gusto, incluso los profesores se marchaban, acostumbrada al ajetreo y el murmullo me dispuse a caminar por los jardines exteriores que dan al establo, quizás me permitan salir a cabalgar.

Había pensado en visitar a mi padre, pero ¿Cómo saber dónde se encontraba él? Además no podíamos vernos juntos, era demasiado peligroso, más para mi que para él o al menos eso me había explicado Atyra una docena de veces.

El sol se alzaba en el cielo y a pesar de estar en una época otoñal donde las lluvias aparecían con mayor frecuencia, el calor me daba en el rostro y me hacía sonreír. Camine y camine hasta que las piernas me pidieron un descanso y había dejado atrás todo rastro de las flores que tanto impregnaban el aire con su perfume.

Me senté al pie de un árbol, algo dentro de mí cantaba una serenata triste y por primera vez cedí ante el impulso y cante, me permití sentir todo aquello que me pesaba, mientras las palabras salían una a una de mi boca y con ella los nudos dentro de mi se desataron, me liberaba de un peso que había estado sosteniendo durante mucho tiempo sin ser consciente de ello. Cuando ya mi garganta no pudo más y las lágrimas dejaron de empapar mi rostro, sentí que por primera vez lograba respirar, y agradecí, agradecí por cada momento de mi vida aunque me quemaba por dentro la ausencia que habían dejado mi hermana y ahora mi madre, agradecí sin saber muy bien a quién, pero con eso, algo pesaba un poco menos. Y pude sentir su abrazo, ellas estaban conmigo, guiándome por el camino correcto, no sabía cómo pero la certeza me atravesaba el corazón.

— Así que sabes cantar— La voz grave de terciopelo negro me saco de mi ensimismamiento.

— Me sé defender— Le sonreí mientras me ponía en pie nuevamente, era extraño estar solos los dos sin el resto del grupo, las clases o los mil ojos alrededor de nosotros.

— Ya veo— Parecía incómodo, tenía el pelo revuelto como de costumbre y miraba al horizonte con aires de nostalgia— Yo… tengo que ir a ver a mi madre ¿Me quieres acompañar? De todas maneras no conoces el templo de las musas, así que me parecía una buena oportunidad. —

— ¿Estás nervioso? — Dije en un tono más coqueto del que pensé

— No seas ridícula ¿Me acompañas o no?—

Di un paso adelante acortando nuestra distancia, pero dejando un margen decente, sus ojos hoy estaban más claros que de costumbre o será que nunca lo había tenido cerca a la luz del día. Me gustaba cómo evitaba mi contacto visual luego de unos instantes.

— Me encantaría—

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Detrás del bosquecito que rodeaba los jardínes se encontraban los establos, caminamos juntos en silencio la mayor parte del trayecto hasta encontrar los mismos caballos que nos trajeron aquí hace ya tres semanas.

— Nunca me dijiste como se llama— Le comenté cuando terminamos de ensillarlos.




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