Corrimos a través de los pasillos hasta los establos; mis piernas dolían de solo pensar en la vuelta al galope que tendríamos que dar. Atyra había venido en un corcel blanco con manchas marrón claro en el lomo. Ensillamos y salimos lo más rápido que pudimos, con el viento húmedo de la tarde enredándonos el pelo.
Escondidas entre los árboles, observamos desde lo alto de la colina cómo se acercaba una tropa pequeña, pero una tropa al fin, con un carruaje que intuía era de Larhys, mi tía. Se distinguía de sus seguidores por su capa púrpura aterciopelada que brillaba incluso a lo lejos, y su cabello blanco, tan igual al de mi madre, estaba atado en unas trenzas altas que daban vueltas sobre su cabeza. Sentí cómo giraba el rostro hacia nuestra dirección y me agaché, a pesar de estar fuera de su alcance visual.
—Tenemos que evitar el camino principal —sentenció Atyra—. Nos llevará más tiempo, pero si vamos a paso veloz llegaremos ya entrada la noche. Hay que irnos ya y aprovechar lo que nos queda de luz.
Era totalmente extraño verla preocupada; su semblante, generalmente jovial, se tornaba decidido y frío. «No por nada había ganado su puesto», pensé.
—Te sigo —contesté, girando con mi caballo.
Sentí un ligero escalofrío en la nuca. Me giré una vez más hacia la dirección del templo de las musas; mi tía estaba congelada en la entrada, mirando a su alrededor. ¿Sentiría mi presencia? ¿Estaríamos conectadas de alguna manera? ¿Cómo dio con nosotros? Eran preguntas que siguieron en mi mente todo el camino de regreso.
A medida que la oscuridad avanzaba y cada vez era más difícil seguirle el paso, mis piernas no podían más con el peso de mi cuerpo. Atyra no parecía cansada en absoluto y podía notar su impaciencia cada vez que tenía que frenar para esperarme. Las breves horas de un viaje que resultó ameno esta mañana se sentían eternas y tortuosas en medio de la noche inminente y la espesura de aquel bosque desconocido.
—Falta poco —dijo Atyra, leyéndome el pensamiento.
Empezamos a bajar la velocidad en un terreno más inestable cuando divisé una sombra a lo lejos: una silueta que estaba tensando un arco.
—¡Atyra! —alcancé a gritar.
Ella esquivó la flecha que iba directo a su corazón. Nos agazapamos sobre el lomo de los caballos y doblamos hacia la izquierda, donde la arboleda se hacía más espesa para darnos ventaja.
—Mierda —masculló ella mientras tomaba su arco y sacaba flechas de su carcaj, dispuesta a contraatacar.
Intentaba divisar a través de las sombras, pero no lograba determinar cuántos eran, ni si se trataba de soldados o simples ladrones. Sentía cómo las flechas comenzaban a rozar nuestra piel; una de ellas me cortó la oreja. Sentía el latir de mi sangre mientras mi pelo se mojaba. Entonces, Atyra lanzó un aullido de dolor: una saeta le había atravesado el costado izquierdo de la cintura. Aunque su ropa siempre era azul, pude ver cómo se oscurecía en una gran mancha húmeda. Las alarmas en mi cabeza se activaron.
Podríamos habernos quedado en el templo. Podríamos haber caminado. Podríamos habernos marchado a otro lugar. Podría usar mis poderes de una maldita vez para ayudar y dejar de ver cómo lastiman a la gente solo por defenderme. Me sentía sumamente inútil con mis tres dagas ajustadas a la cintura; era lo único que dominaba bien, al menos según el criterio de Theon.
«Si llevas carga extra que aún no te sientes segura de dominar, solo será una pérdida de tiempo. En momentos de ataque no puedes detenerte a pensar, lleva solo esto», me había dicho mientras me ofrecía el cinturón de cuero negro.
—¿Son soldados? —pregunté mientras mi corazón amenazaba con salirse de mi pecho.
—Seguramente fueron lo suficientemente inteligentes para pensar que, si alguien se marchaba, no usaría el camino principal —respondió ella con dificultad—. Estamos cerca de la academia, a unos quince minutos a galope, pero no logro ver si podemos esquivarlos.
En ese momento, un corcel enorme y negro se abalanzó sobre nosotras, cortándonos el paso. El jinete era un hombre de cabello blanco como la luna que brillaba sobre nuestras cabezas. Nos obligó a detenernos mientras sonreía con una malicia que irradiaba un hedor putrefacto. En cuestión de segundos, se acercaron dos más.
—¿Qué hacen dos jovencitas fuera de la academia? —Sus ojos parecían rojos bajo la luz plateada. Al ver su sonrisa de victoria, una ira antigua comenzó a surgir desde lo más profundo de mis entrañas; una ira que no quise apagar.
—¿Qué hacen unos soldados disparando sin saber a quién? —contesté antes de darle tiempo a Atyra, que comenzaba a palidecer. Ellos no habían notado su herida, o eso quería creer.
—Demasiado atrevida para ser una de esas enclenques musas, pero demasiado cuidada para ser parte de las bestias de esa academia. ¿Nos conocemos? —Al haberse cruzado en nuestro camino, estábamos a apenas medio metro. No iba a permitir que me intimidara, así que levanté la barbilla. No iba a retroceder más.
—El disgusto lo estamos teniendo ahora —respondí sin inmutarme, mientras deslizaba una mano hacia mi costado.
—Creo que no eres de aquí, ¿o sí? Si lo fueras, sabrías cómo hablarle a un superior. —Sus ojos se oscurecieron y la sonrisa desapareció bajo una mandíbula tensa.
—¿Qué están buscando? ¿Quién es su capitán? —insinuó Atyra. Noté que, aunque le costaba respirar, se mantenía erguida.
—Eso no les interesa. Aunque puede que este altercado nos sirva de entretenimiento; ya estábamos aburridos de reconocer el terreno asqueroso de esta academia. —Él se acercó un poco más, compartiendo miradas cómplices con sus compañeros.
—Nosotras nos vamos —dije. Mi mano se cerró sobre el mango de la daga más curva y larga. Tenía detalles dorados que brillaron por última vez antes de que me despidiera de ella en silencio, agradeciéndole lo que me había enseñado. Sí, me estaba despidiendo de un objeto.
—O no, ustedes no se van a ningún lado. Me gustaría saber qué más puede hacer tu amiga con esa boquita además de ser una impertinente —dijo él, dirigiéndose a Atyra mientras invadía nuestro espacio. Nuestros caballos ya no tenían lugar para moverse.
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Editado: 23.12.2025