La biblioteca estaba casi vacía, como si sus paredes supieran guardar secretos tan bien como los libros que albergaban. Alina caminaba entre los estantes con pasos silenciosos, buscando algo que no podía nombrar. Algo dentro de ella la guiaba… o alguien.
Tras una pared cubierta de hiedra mágica, descubrió una puerta con inscripciones doradas, invisibles a simple vista. Solo cuando su mano tocó la madera, un tenue resplandor iluminó las letras.
“Lumen reginae… reviresce.”
La puerta se abrió sola.
Dentro, el aire olía a incienso antiguo y luz filtrada por cristales formaba destellos en tonos azulados. En el centro de la sala, sobre un pedestal flotaba un libro cerrado por una cadena de plata. Alina no pensó: simplemente avanzó y lo tocó.
La cadena se deshizo con un suspiro de bruma y el libro se abrió en una página completamente blanca… al principio.
Pero en cuanto sus dedos rozaron el borde del papel, palabras en un idioma desconocido comenzaron a dibujarse lentamente, como si una pluma invisible las escribiera.
“Cuando la herencia se olvide, cuando la luz se extinga... llama al Orbe de la Bruma, y la voz del Alma regresará.”
Ella leyó en voz alta. Sin saber cómo, comprendía cada palabra.
Una vibración sacudió la sala.
Del techo descendió una esfera de cristal envuelta en niebla, flotando suavemente hasta el pedestal. El libro se cerró de golpe y la bruma se volvió espesa, casi líquida. Frente a ella, desde la esfera, emergió una figura masculina de túnica larga, ojos blancos como la leche, con una cicatriz que cruzaba su frente. Su presencia era silenciosa, imponente… sagrada.
—¿Lyrian...? —susurró Alina sin entender cómo conocía ese nombre.
El guardián la observó fijamente, con melancolía en su mirada nebulosa.
—No eres ella… pero llevas su sangre. Su luz. Su nombre escondido bajo otro —dijo con voz suave, como un eco entre campanas—. El orbe ha respondido. El Alma del Reino ha despertado para ti, heredera.
—No... no soy una heredera. Solo soy Alina —dijo con un paso atrás.
Pero el guardián negó con la cabeza.
—Eres Elaeryn, hija del linaje perdido. Y también eres Ilenya, nombre que solo los guardianes pronunciamos. El nombre de la heredera desaparecida.
Las palabras colgaron en el aire como el humo de un fuego antiguo.
El cuerpo de Lyrian comenzó a disiparse en bruma. La niebla se arremolinó, y de pronto, su forma se transformó en un ciervo plateado con ojos de luz, sereno y majestuoso. El ciervo se acercó a Alina y se inclinó ante ella. Luego, con un movimiento sagrado, posó su frente sobre el pecho de Alina. Un nuevo símbolo —una espiral brillante con tres puntos rodeándola— se dibujó en su piel.
En ese instante, letras antiguas aparecieron en su antebrazo, iluminándose con la misma tinta dorada del libro.
El ciervo la miró con ternura infinita y sus pensamientos hablaron directo a su mente:
“Mi esencia te protegerá. Donde vayas, iré. Donde sangres, sanaré. Donde dudes, veré. Somos uno ahora.”
Y entonces, como polvo de estrellas, el ciervo se desvaneció… pero algo quedó.
Un pequeño amuleto de cristal opaco, con la forma del orbe, colgaba ahora de su cuello, palpitando suavemente con luz azul.
—¿Qué está pasando...? —murmuró Alina, tocando el símbolo en su brazo.
—Estás reuniendo lo que fue separado —dijo una voz conocida: Lunaris, que apareció en su mente con una claridad cristalina—. El tiempo del velo se termina. Y el reino empieza a recordar.
Alina miró el libro que ahora tenía todas sus páginas llenas, escritas en el idioma antiguo… y supo que cada uno de esos guardianes regresaría, uno a uno, para caminar a su lado. Y con ellos, también volverían las verdades que el consejo temía.
Y ella no estaba sola.
Editado: 29.05.2025