El festival entre academias había terminado, pero su eco seguía resonando en los pasillos y corazones. La Academia Valerian ofreció a las chicas de la Academia de Reinas unos días más en sus tierras para fortalecer los lazos y aprender de sus costumbres, entrenamientos y santuarios. Alina aceptó con gusto quedarse. Algo en esas tierras la llamaba.
La mañana era clara y húmeda. El rocío cubría las hojas del bosque que rodeaba la academia, y un sendero de piedra conducía hacia un lago escondido entre árboles milenarios. Alina lo había visto en sus sueños la noche anterior: un lago tan sereno que reflejaba el cielo como un espejo roto, con una piedra extraña latente en su orilla. No sabía por qué, pero sabía que debía encontrarla.
Con paso firme, se adentró en el bosque. Los sonidos de la naturaleza se sentían más intensos, como si cada hoja susurrara su nombre. Cuando finalmente llegó al lago, el silencio fue total.
Allí, en la orilla, medio cubierta de musgo y tierra, estaba la piedra. No era una piedra cualquiera: tenía vetas verdes que latían lentamente, como si respirara. Alina se arrodilló frente a ella. Al tocarla, una corriente cálida subió por su brazo. La piedra emitió un leve resplandor y aparecieron letras, flotando sobre su superficie. Letras antiguas. Letras que solo ella podía leer.
Sin saber por qué, las palabras brotaron de sus labios:
“Terrae vinculum… radix animae… redde lucem tuae dominae.”
Un susurro, como un canto de raíces moviéndose bajo tierra, retumbó en el aire. La piedra se quebró como una flor abriéndose. De su interior emergió una figura hecha de savia, hojas y corteza dorada. Maelira, la Fundadora de Theralis, se alzó con una elegancia primitiva. Sus ojos eran verdes como el corazón del bosque, y su cabello caía en hebras de hiedra trenzada.
—Has hablado el Juramento de la Raíz —dijo con voz serena y grave—. Y la tierra te ha reconocido, hija del linaje perdido.
Alina se puso de pie, temblando por dentro. No de miedo, sino de una emoción imposible de nombrar.
—Eres la cuarta —susurró ella—. El cuarto guardián...
—Y tú, la flor que resurge en el invierno —respondió Maelira, colocando su palma sobre el corazón de Alina.
Un símbolo apareció sobre su piel: una raíz entrelazada con un brote, rodeada de runas antiguas. En ese instante, Thelion, Lyrian y Eris surgieron de las marcas que portaba Alina, sus formas etéreas saludando con asombro.
—Maelira… —dijo Lyrian con una sonrisa apacible—. Has tardado.
—Solo florezco cuando es tiempo —respondió ella, con ternura.
Los cuatro guardianes se miraron por un largo momento, el reencuentro silencioso pero cargado de historias antiguas.
—Con tu llegada —dijo Eris con gravedad—, el equilibrio se fortalece. Pero también lo hace la tormenta.
Alina sintió que una parte de sí se acomodaba, como una pieza más del rompecabezas de su vida al fin en su sitio. Su magia comenzaba a estabilizarse. Sentía las raíces bajo sus pies, la energía palpitando con fuerza, pero también… una sombra que se avecinaba. Un presentimiento.
Maelira fue la primera en advertirlo.
—Los bosques susurran, Alina. Dicen que el enemigo se mueve. Que el alma de Lysoria será puesta a prueba antes del equinoccio.
—¿Estás lista para aceptar lo que eres? —preguntó Thelion con tono bajo.
Alina cerró los ojos por un segundo, sintiendo el peso de la pregunta. Luego los abrió y asintió.
—Estoy cerca de estarlo. Y cuando lo esté… nadie podrá detenerme.