Entre todos los nombres que flotan por los pasillos de LeRoi con el peso de la fama, hay uno que brilla con un tipo distinto de escándalo: Ashton Forwell.
Y no, no es que Ash venga de una de las familias más poderosas del país. Su apellido es reconocido, un poco, pero por un padre político de segunda línea que vive de mantener una imagen decente y donar discretamente a campañas más grandes, pero con suficiente dinero como para tenerle un asiento cómodo a su único hijo en el tren de la élite. Claro que Ash no usaba ese estatus para presumir... lo usaba para sobrevivir, para divertirse, y para vengarse un poquito del amor —O de alguien en particular—. Lo que realmente hace que todos conozcan a Ash… es Ash.
A dos años de cierta ruptura que nadie mencionaba —porque nadie lo sabía— Ash había perfeccionado su arte. Su negocio no era vender dulces o algo parecido. No. Ash vendía besos… por extraño que parezca. Algunos decían que por dinero. Otros aseguraban que por puro aburrimiento. La verdad era una mezcla entre ambas, junto con despecho y ganas de hacer enojar a cierta persona de sonrisa encantadora.
Si había algo que definiría a Ashton Forwell, era que llegaba tarde… pero con estilo. Bueno, casi siempre con estilo. Esta vez, su camisa estaba arrugada, su cabello perfectamente desordenado —lo cual parecía intencional aunque claramente no lo era—, y arrastraba los pies con una mezcla de flojera y resignación. El tipo de energía que uno tiene después de dormir poco y haber tenido una noche demasiado larga, o tal vez demasiado buena. ¿Detalles? Pregúntenle a él, si es que pueden.
Ash había llegado al Instituto LeRoi un poco más tarde de lo normal, pero no lo suficientemente tarde como para meterse en problemas. De hecho, tenía aún un buen rato antes de que comenzara su clase. Y eso era un lujo. Uno que pensaba usar de la forma más improductiva posible.
El año escolar apenas llevaba un par de semanas y, sin embargo, ya se sentía como si estuvieran a mitad de semestre. Las tareas, las pruebas sorpresa, las reuniones eternas en auditorios que olían a perfume caro y ego institucional... LeRoi era un lugar exigente, y ser parte de la élite no significaba tener las cosas más fáciles. ¿Quién diría que estudiar en una academia para hijos de millonarios iba a ser agotador? ¿No se suponía que el dinero resolvía todos los problemas? Pues no, la academia esperaba lo mejor de cada estudiante. Ricos, sí. Mimados, a veces. Pero tontos, jamás.. al menos la mayoría.
Pero Ash sabía cómo sobrellevarlo. Él tenía sus propios métodos para liberar estrés. Y no, no incluía meditación ni yoga. Eran métodos que, dependiendo de a quién se lo preguntaras, iban desde cosas normales, raras o hasta fuera de lo común. Pero para él, funcionaban. Y eso bastaba.
Caminaba por el hall principal, deslizándose con pereza por el pasillo largo que conectaba con el patio central. El lugar era enorme. El patio principal se extendía frente a él: un espacio tan grande que bien podría haber albergado un campus universitario. Había canchas de tenis, básquetbol, una de fútbol americano impecablemente mantenida, gradas
techadas, y al fondo, un edificio entero destinado solo a los vestidores, duchas y áreas de entrenamiento de los clubes deportivos. Para un estudiante nuevo, el lugar era una pesadilla arquitectónica. Pero para Ash… Él conocía cada rincón de ese campus. Cada rincón oscuro, cada pasillo solitario, cada espacio donde la cámara de seguridad parpadea con un leve retraso. No por razones académicas, claro está. Pero eso no importaba. Lo que importaba era que Ashton Forwell no se perdía.
Cuando estaba cruzando el umbral del patio, una voz familiar lo sacó abruptamente de sus pensamientos.
—¡¡ASHHH!!
—¡Ay dios…! —Ash se giró de golpe—. Ken, imbécil, casi me da algo ¿Me quieres matar?
Y ahí venía Ken, o más formalmente Kenshin Yamada, dueño del cabello más fuerte de LeRoi. ¿Cómo demonios lograba alternar entre azul eléctrico y rubio platinado sin quedarse pelado? Nadie lo sabía. Misterios de la élite. Hijo del mejor médico del país, capitán de equipos de deporte y por poco creíble que parezca, uno de los pocos deportistas de LeRoi que no parece atrapado en un estereotipo de testosterona tóxica. Ash lo apreciaba, aunque a veces le desesperaba su tendencia de “Salvarle la vida”
—Llegaste tarde. ¿Todo bien? —preguntó Ken al acercarse, bajando el paso hasta quedar a su lado.
—Sí, sólo me retrasé un poco. Nada grave —respondió Ash, restándole importancia con un ademán vago.
Ken alzó una ceja con escepticismo y luego soltó una risa suave mientras le daba unas palmadas en la cabeza como si fuera un perro.
—Eres un desastre... Bueno, noticias. Hay unos tipos rarísimos que no me han dejado en paz toda la mañana, insisten en que te diga si hoy estás disponible para tus... ya sabes. —comentó haciendo una mueca de desagrado como si acabara de recordar el sabor de una mala cerveza.
Mientras hablaba, le pasó un brazo por los hombros con una familiaridad cómoda, bajando un poco la voz como si temiera que alguien más escuchara. Ash soltó una pequeña risa nasal, divertido por la forma en que Ken siempre se tomaba estas cosas como si fuera su mánager involuntario.
—¿Ah, sí? ¿Los conozco?
—No lo sé, yo no los conozco, pero se ven como esos idiotas que no saben pedir las cosas decentemente —dijo Ken mientras lo soltaba y se cruzaba de brazos—. ¿Puedes hoy? Quiero quitármelos de encima, en serio.