En LeRoi todos lo conocían. Y si no lo conocían, entonces vivían debajo de una roca o no prestaban atención a nada. Lo cual, en esa academia, era casi imposible. Han Fritz no necesitaba llamar la atención. No hacía escándalos, no llegaba tarde, no se metía en problemas. No rompía reglas, no las cuestionaba en voz alta y, por si fuera poco, tampoco se equivocaba. Al menos, no donde alguien pudiera verlo.
Era ese tipo de persona que te hace sentir culpable por no haber hecho tu cama en la mañana. El que tiene la agenda organizada por colores y una expresión tranquila que decía sí, dormí ocho horas completas, gracias por preguntar.
La mayoría del instituto lo quería porque realmente era difícil no hacerlo. Era amable, genuinamente amable, educado, tenía respuestas listas, soluciones a la mano y una sonrisa lo suficientemente cálida como para que cualquiera olvidara que estaba lidiando con alguien que probablemente podría dirigir el país si quisiera. Aunque también era increíblemente paciente, porque si no lo fuera, ya habría mandado a la mitad de LeRoi a la mierda. Pero no lo hacía. Porque ser Han Fritz implicaba aguantar, sonreír, ser correcto incluso cuando tenía ganas de cerrar la puerta fuertemente en la cara de alguien.
Claro que, nadie se preguntaba cómo era Han cuando no estaba en modo "ejemplar". Nadie lo veía cerrar los puños en los bolsillos cuando algo le molestaba. Nadie notaba la rigidez en sus hombros cuando alguien mencionaba a cierta persona. Nadie prestaba atención al silencio incómodo que dejaba cada vez que el tema de "Su familia" salía en una conversación.
Y a Han eso le venía perfecto. Cuanto menos supieran, mejor.
Esa mañana, como siempre, llegó puntual. Ni un minuto antes ni uno después. Saludó a la recepcionista con su tono de voz habitual y siguió caminando por el pasillo. Tenía una pequeña reunión con el director que, casualmente, le había avisado de esto mientras dormía, también tenía otra reunión con el consejo estudiantil y un montón de cosas más que ya había memorizado la semana pasada. Por supuesto, todos sabían que podían dejárselos a Han. Él siempre decía que sí. Porque claro, ser delegado también significaba ser el que resolvía todo lo que los adultos no querían hacer.
Se detuvo frente a la oficina, ajustó su postura, respiró como si eso hiciera alguna diferencia, y entró con la misma calma y sonrisa encantadora de siempre
Y ahí iba. Perfecto, tranquilo, con el día estructurado y sin margen para imprevistos.
O eso creía él…
Han golpeó suavemente la puerta de la oficina, como siempre lo hacía: tres toques firmes, ni muy rápidos ni muy lentos. La señora Adeline, asistente del director, levantó la vista desde su escritorio con una sonrisa de reconocimiento.
—Adelante, Han. El director ya lo espera.
—Gracias —respondió él con esa voz educada.
Entró al despacho y cerró la puerta tras de sí. El lugar olía a madera vieja y perfume masculino caro. Las cortinas estaban abiertas sólo a la mitad, dejando entrar la luz justa para que el ambiente se sintiera “importante”. El director Bartholomé Parven, un hombre mayor con cara de que no sabía descansar desde 1998, lo recibió con una sonrisa cortés.
—Han Fritz —dijo, como si pronunciara el nombre de su artista favorito—. Justo a tiempo. Siéntate, por favor.
Han se sentó con la espalda recta. Sonrió con suavidad.
—Quería tomar unos minutos para agradecerte por tu excelente trabajo organizando el comienzo de este semestre —comenzó el director, enlazando las manos frente a sí—. Las actividades de bienvenida, el acompañamiento a los becados… todo ha salido con una precisión admirable. Incluso los padres han enviado correos felicitando la organización.
—Agradezco mucho sus palabras, señor. Pero solo cumplo con lo que se espera de mí —respondió Han, sonriendo lo justo, con tono profesional y sin sonar forzado. La frase perfecta, ensayada mil veces.
—No todos cumplen así y menos como te manejas. Claro… —el director hizo una pequeña pausa, como si lo que venía fuera más importante— tu familia también ha sido clave en estos años. Los Fritz no sólo son parte de LeRoi… son un pilar de esta academia. La inversión que han hecho en el nuevo edificio administrativo es una muestra de su compromiso con la excelencia.
Sintió la mandíbula tensarse apenas. Que hablaran de su familia lo ponía incómodo. Han mantuvo la sonrisa, pero por dentro ya había rodado los ojos tres veces.
Mencionar a mi familia en los primeros cinco minutos. Récord nuevo.
—Ellos están contentos de apoyar al instituto, señor —dijo con tono neutro.
—Y no me cabe duda de que están orgullosos de ti —añadió el director, como quien recita algo que ha dicho muchas veces.
Han no respondió. No por falta de palabras, sino porque no quería mentir.
—Ahora bien —continuó el director, abriendo una carpeta delgada frente a él—, hay un asunto adicional por el cual te llamé. Un favor, más bien. Aunque creo que solo tú puedes manejarlo bien.
Han ladeó ligeramente la cabeza, curioso.
—Los hijos de George Blackwood comenzarán sus clases hoy en LeRoi.
Han levantó las cejas levemente. Ese apellido no era cualquier apellido. Lo conocía. Todo el mundo lo conocía. George Blackwood no solo era un político poderoso; era el tipo de persona que convertía cualquier espacio en una sala de estrategia, y cualquier conversación casual en una jugada.