Academia Nebula Noctis I: Corona.

Prólogo: Corona de la victoria

“Un guerrero nunca se preocupa por su miedo.”

 

Carlos Castaneda.

 

 

Prólogo

 

Corona de la victoria

 

 

Era un día cálido a pesar de ser pleno invierno en el polo, sólo caí una suave escarcha matutina. Era como si el mundo supiera que algo especial pasaría esa noche y lo demostrara inusualmente.

En alguna habitación del castillo de los Elfos de hielo, Annick se paseaba inquieta de un lado a otro acariciando su prominente vientre. Sabía que algo estaba mal, el clima tal vez o el movimiento continuo fuera de su habitación. La puerta suena de golpe y un agitado Arthur entra con expresión preocupada.

—Ya están aquí —avisó con ansiedad en sus ojos.

Annick sabía a quién se enfrentaban. Todo el reino Elfo hacía fila para poder matar a la niña que estaba a unas horas de nacer, lo presentía por el constante dolor su vientre bajo. La pequeña Elfa pelirroja miró con la mandíbula apretaba por ventana de fino marco de plata y luego posó su mirada sobre su amado.

—Las voy a proteger hasta el final  —juró Arthur tomando su mano y besándola delicadamente sobre su dorso.

En la entrada principal pasaba el General de los altos Elfos, imponente, con cabello hasta los hombros, rojo llameante y ojos dorados atentos a cada movimiento. Su armadura resonaba cada vez que se movía en el recibidor esperando al gobernante, una mujer que había conocido hace unos años y que pensó que la amaría toda su vida, hasta que ella desistió de su propuesta por la ridícula razón, pensaba él, de ser “demasiado independiente”. Le causaba desagrado tan solo pensarlo y en que su hija que tampoco llevara el nombre de su familia.

Idith White, la primogénita de su familia y la gobernante del polo se asomó en el recibidor con su armadura ligera azul hielo, con el cabello rubio pálido atado en una coleta y mirada celeste eléctrica feroz hacia la silueta del hombre que una vez amó, pero la libertad era algo que ella jamás dejaría.

—Buenos días, Aegon  —saludó con tono diplomático.

—Buenos días, Idith  —posó sus ojos dorados sobre ese celeste intenso que alguna vez pensó que era precioso, pero ahora solo le causaba indiferencia.

—¿A qué debo el honor de tu vista?  —Trató de sonar neutral, pero un poco de resentimiento se filtró en sus palabras.

Ella en el fondo no podía entender por qué el odio hacia ella no le permitía amar a su hija o simplemente tal vez nunca la quiso, pero esa niña se había transformado en una mujer. Una valiente mujer

—Tú sabes a qué se debe —sonó cortante.

 —Ella es tu hija, Aegon, y también está esperando a tu futura nieta —cerró los ojos Idith como si implorara a los dioses por paciencia y comprensión.

La cara del General se tornó de un tono rojo, no por vergüenza, si no por ira.

—Esa criatura que crece en su vientre no es mi nieta —soltó casi gritando—. Tiene sangre de nuestros enemigos, no merece vivir.

Para Aegon todos sus enemigos debían morir hasta si llevaban su propia sangre, jamás olvidaría lo que hicieron esas bestias a su familia y el odio que siempre les tendría.

Avanzó y al instante Idith sacó su espada de hielo sólido con detalles en plata hecho por hadas y la colocó en posición horizontal delante de Aegon.

—Si te atreves a dar un paso más, no tendré remordimientos de matarte —advirtió con tono frío.

—Jamás te atreverías  —soltó confiado y se atrevió a dar un paso más.

—Yo, Idith, de la familia White, como gobernante del polo…  —Idith no dejaría que nada le pasara a su hija, ni a su futura nieta y hasta se atrevía a defender a su yerno, un bruto Drow como lo llamaba ella—. Te desafío, Aegon, de la familia Red, General de las tropas élficas, a un duelo a muerte.

No podía creer que ella lo hubiera desafiado a muerte, pues era un General experto en combate cuerpo a cuerpo y se sentía demasiado superior como para enfrentarla. Aunque de cierta forma le complacía que lo hiciera, así ganaría tiempo para que sus tropas se infiltrasen en el castillo en busca de la criatura que jamás se debería haber concebido.

Arthur, el rey de los Drow, sus instintos eran los mejores en los territorios de la tierra y podía escuchar a la perfección los suaves pasos que se acercaban más y más.




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