Acerca de Ángeles

I

Australia, década de 1930

Su camisón blanco era demasiado delgado para protegerla del frío de aquella noche y pese a ello, la joven mujer permanecía sentada en el alféizar de la ventana, observando a los transeúntes ir y venir. Hombres cansados que regresaban al hogar después de un largo día de trabajo, parejas de enamorados que salían a pasear —la dama siempre tomada del brazo del caballero en cuestión—, ancianas engalanadas en el interior de sus suntuosos vehículos y uno que otro gato solitario sin nadie a quien extrañar.

—¿Estás segura de que no deseas acompañarme? —le preguntó su esposo, mientras se quitaba la corbata y el saco—. Será mejor que te apartes de ahí, Beth. Podrías resfriarte.

La mujer obedeció, no sin antes, dirigir una breve mirada de soslayo hacia la ventana. Era una pena. La magia se había perdido.

—¿Entonces? —reiteró él.

—Estoy segura. Aunque me encantaría ir contigo a visitar a tus padres, continúo sintiéndome indispuesta. Ayer y hoy he estado particularmente fatigada.

—Te acompañaré al médico mañana mismo. Lo de mis padres puede esperar —exclamó, sentándose a su lado en la cama—. Estoy preocupado por ti.

—Francis, descuida, no será nada serio —sus largos bucles cobrizos se mecieron como las aguas brillantes de una gran cascada cuando la mujer, ladeó la cabeza con una sonrisa dulce, restándole así importancia al asunto. Sin embargo, una vez se aseguró de que su mano derecha no fuera visible para él, apretó con todas sus fuerzas las sábanas en un gesto de profunda rabia contenida.

Intentando calmarse, se repitió mentalmente que poca importancia tenía si su esposo deseaba quedarse o irse, puesto que, ya les había hecho saber a los vecinos en la cena que dieron hacía una semana atrás que tenía previsto salir el día siguiente por la mañana con la intención de pasar tres días de visita en casa de sus padres y que, por el reciente declive en la salud de ella, no podría acompañarle. Además, sus mismos suegros estaban informados de dichos planes, por lo que solo lo esperaban a él. Todo saldría bien. No existía el mínimo motivo por el cual angustiarse. Nada de lo que dijera o hiciera Francis Ashworth podría cambiar su destino.

—Insisto. Tampoco creo que sea algo grave, pero es mejor prevenir y sacarse de dudas. Quizá, solo necesites tomar algún tónico que te ayude a fortalecerte… ¿O podría ser? —una sonrisita estúpida se formó en sus labios.

—¿Qué?

—Que estés esperando un niño.

La mujer palideció.

Tuvieron que pasar unos segundos para que pudiera responder.

—Imposible. Te equivocas… yo… yo sabría si fuera así —intentó decir esto último en un tono menos brusco. Ni por asomo él debía percatarse de su desagrado.

<<Imbécil. Si tan solo supiera que es una mentira para quedarme en casa y no levantar sospechas. Me sorprende cómo en un día, no, en solo minutos, puede provocarme tanto enfado>>.

—Comprendo. Bueno, supongo que tenemos mucho tiempo para ello después.

—Por supuesto —convino ella, y el hombre la besó. Antes de que este se hubiera apartado por completo, ella lo detuvo tomándolo de la manga de su blanca camisa—. Respecto a lo de tus padres, por favor, reconsidéralo. Como te dije, si me sintiera tan mal para que fuera preferible que te quedaras, como tu esposa, no dudes que te lo diría. De cualquier manera, si cuando hayas regresado no me he restablecido, te prometo que haré lo que me digas. Ahora, ¿por qué no me ayudas cerrando esas cortinas y vamos por una taza de té caliente? Parece que las temperaturas siguen descendiendo.

Francis, aunque no del todo convencido, terminó aceptando lo que su mujer le propuso. Y al cabo de unos minutos, los dos se hallaban en la salita de abajo, acomodados frente a la chimenea sobre su sillón tapizado en tela beige tomando el té. Él le hablaba de su madre, de lo mucho que la quería a ella y lo triste que se sentiría de no poderla ver en esa ocasión. Que muy seguramente habría organizado un menú con todos los platillos favoritos de él y que, aun con todo, añoraba volver a encontrarse, en especial, con su <<Mimi>>, como solía llamarla.

Sin lugar a dudas, esa era una de las cosas que más le fastidiaban de él. Su ridícula devoción por su señora madre. A su juicio, era un actuar patético. Como el hombre adulto que era, ya habría sido tiempo de dejarse de niñerías. Ella era su esposa, todas sus atenciones debían ir para con ella sin excepción. Y pese a que, no debería y, sobre todo, no quería que le importara, lo hacía. Cuando Francis se refería a su progenitora con tanto cariño y admiración o le prodigaba en alguna visita el mínimo mimo cariñoso, para Bethany era un tormento. <<Debió ser más distante con ella. Esa mujer no sabía cuál era su lugar. No obstante, ya no importa. Es la última vez que tendré que escuchar esta aburrida perorata>>, pensó y, percatándose de que mecía una de sus piernas con nerviosismo, se obligó a detenerla de inmediato.

El fuego de la chimenea comenzaba a consumirse. Era el momento. Pasó tanto tiempo planeándolo, dándole forma a esa idea que la poseía hasta enloquecerla. Y ahora estaba tan cerca que no podía fallar. Lo había soñado noche tras noche con gran deleite.

Ansiaba matarlo.

—¿Qué sucede? —inquirió Francis, sacándola de sus oscuros pensamientos—. Primero miras con profunda reverencia por la ventana y ahora te pierdes en el fuego.



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En el texto hay: gotico, suspenso, epoca

Editado: 19.10.2025

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