Acerca de Ángeles

IV

—¡Yo no lo hice! —repetía Bethany histérica, ante la mirada acusadora de los presentes.

Esa tarde sirvió la mesa y, en los breves minutos en que fue en búsqueda de su esposo y sus suegros para que acudieran a cenar, el lechón que preparó apareció decorado con pájaros muertos en lo que parecía ser una guarnición. Eran por lo menos media docena de ellos.

El olor a putrefacción era ineludible.

Bethany no entendía. Se llevó tanto tiempo preparando dicho platillo, con tanta dedicación, puesto que sería una cena especial, cuya idea Francis sugirió para agradecer a sus padres por su apoyo y ahora pasaba eso.

—Usted… usted vio cuando la preparaba —intentó tomar las manos de Mimi, pero ella no cedió. En sus brazos de matrona llevaba a la niña. Pero ante el toque de Bethany no se suavizó en lo más mínimo; por el contrario, su postura rígida se intensificó.

—No estuve presente todo lo que tú estuviste en la cocina. Estaba viendo a Mary Ann, bien lo sabes, Bethany.

La joven esposa buscó con ojos desesperados obtener el apoyo de su suegro, pero este solo rehuyó de ella.

—Francis y yo estábamos afuera esta tarde —se excusó el hombre mayor.

—Francis —pronunció el nombre de su esposo en una súplica y se arrojó a sus brazos esperando obtener consuelo—. Los pájaros no estaban cuando serví el lechón, fue hasta que todos entramos a la cocina que… ¡Tienes que creerme!

—Y lo hago, pero por esta vez, lo mejor será que subas a descansar. Vamos, yo te llevaré.

—¡No, no te atrevas a mirarme así! —objetó ella, gritando—. Sé lo que piensas, Francis. No me crees. Lo que me tienes es condescendencia.

—Bethany yo no he dicho nada. Estás muy alterada. Por favor, hazme caso y subamos.

Francis puso sus manos en sus hombros conduciéndola afuera de la cocina, mientras la mujer observaba los rostros desconcertados y con cierto miedo de los padres de su esposo. Hasta podía jurar que Mimi abrazaba más a la bebé contra su pecho, alejándola todo lo posible de ella.

—Ya no me reconozco a mí misma, Francis. No entiendo qué me está pasando —confesó cuando hubieron entrado ambos a la habitación que compartían, tras subir las escaleras y recorrer el largo pasillo.

—Quizá, deberíamos llamar al médico.

—No quiero, no lo hagas —protestó con desgana.

Francis le acarició la mejilla y le explicó con calma los motivos por los que consideraba que debían solicitar su ayuda. Argumentando que, a su juicio, todo se trataba de un brote de histeria femenina.

—No te preocupes, todo estará bien —expresó, arropándola—. El doctor te recetará una medicina para que te recuperes pronto.

Cuando la mujer finalmente cedió, solo quedó esperar al galeno que llegó al anochecer. Era el mismo hombre que la había atendido cuando descubrió que esperaba a Mary Ann, el mismo que la ayudó a traerla al mundo y ahora el mismo que tal como aseguró su marido le prescribía tónicos sedantes e inyecciones de morfina que la ayudarían a curarse de ese estado de debilidad nerviosa en el que le aseguró se encontraba.

A partir de entonces, por órdenes del médico, su vida se volvió más sedentaria. Era casi como si lo que deseó de no tener que lidiar con la niña se hubiera cristalizado, así como lo de no ser la esposa de nadie. Mimi cuidaba a Mary Ann a tiempo completo, de hecho, ni siquiera se le permitía tener contacto con ella. No hasta que estuviera restablecida, le habían dicho. Asimismo, su suegra se encargaba de la limpieza de la casa y preparar las comidas. Sin duda, parecía que nació para ello, y, sobre todo, que lo disfrutaba.

Pero ella nunca había sido así.

Desde el columpio del jardín, donde se mecía con suavidad, pensaba en los días de su juventud. En su madre. En la muchacha alegre y vivaz que fue alguna vez. Era reconocida en toda Tenterfield por su belleza. Los mejores vestidos y zapatos eran siempre para ella, ya que su padre se encargaba de que su única hija tuviera siempre lo mejor. Ataviada con el más glamuroso, el que estuviera a la última moda, era común encontrarla en las reuniones y otros eventos sociales que se realizaban. A dónde se presentara, todos se giraban para mirarla. Los muchachos le coqueteaban por montones. Y ella, en respuesta, lo veía como una diversión. No era que fuera maleducada, pero nunca se tomaba demasiado enserio a ninguno. Valoraba tanto su libertad que quería permanecer así por mucho tiempo, hasta que apareció Francis Ashworth y supo que su madre lo quería para ella.

Fue evidente para Bethany en cuanto se percató de ese gesto analítico y calculador que tan bien conocía en su progenitora y con el que esta parecía estudiar al interesante muchacho proveniente de Maitland, que se quedaba con un amigo que lo invitó de la universidad a pasar sus vacaciones en casa de sus parientes allí. Con el transcurso de los encuentros entre ambos, llegó el punto culminante, cuando una noche, su madre decidió por fin, abordar el tema a profundidad con ella, mientras le cepillaba su cabello rizado rebelde que siempre le manifestó odió y que tanto esfuerzo le costaba peinar para que tuviese <<una forma aceptable>>.

—El señor Ashworth ha conseguido un respetable puesto en una compañía de seguros de Newcastle y tiene el dinero suficiente para conseguir una casa que es lo que ha declarado hará —comentaba entusiasmada la mujer, pero para su disgusto, observó a través del espejo del tocador que era donde cepillaba a su hija, que Bethany no reaccionaba, en cambio, se mostraba más interesada en sentir la textura de los diseños de un peine que tenía entre las manos. Con visible molestia, le pasó las cerdas del cepillo de manera más fuerte y la increpó con un tono de reclamo—: Respóndeme cuando te hablo. Eres muy quisquillosa, Bethany. Dime, ¿qué no te gusta Francis Ashworth?



#715 en Thriller
#272 en Suspenso
#157 en Terror

En el texto hay: gotico, suspenso, epoca

Editado: 19.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.