Acompáñame a estar solo

Capítulo 2

Ese martes Jade despertó temprano, no había dormido bien y le dolía la cabeza. Observó el reloj que tenía en la mesa de luz, eran casi las seis de la mañana. Se tapó la cara con la almohada intentando así ahogar los recuerdos que cada año caían como una loza pesada sobre ella dejándola sin aire, sin fuerzas, sin ganas.

El día del cumpleaños de un hijo debería ser el día más feliz de la vida de una madre, así era para la suya, que cada año en la mañana de su cumpleaños luego de despertarla con su desayuno favorito le contaba anécdotas sobre su nacimiento, la ansiedad de la espera, las contracciones, los dolores del parto y la primera vez que la cargó en brazos. Así suponía Jade hacía nueve años atrás, debía haber sido el día del nacimiento de Vinícius, así debería haber recordado ese momento.

Y no es que no estuviera feliz por la vida de su hijo, dentro de lo que la palabra «feliz» podía significar para una persona que había perdido en la vida casi todo lo que le generaba alegría y ganas de vivir. La verdad es que Vini era su único motivo, la única razón por la cual se levantaba cada mañana y el único motivo por el que no acababa con su propia vida de una vez como había fantaseado tantas veces.

Un trueno proveniente del exterior la llevó de nuevo a la mañana de aquel día, hacía solo un mes que se habían mudado a ese departamento que tanto habían soñado juntos, que tan lleno de ilusiones estaba, hacía solo tres meses que habían volado a Colombia llenos de planes y deseos de salir adelante juntos, los tres. Ella ya estaba en su semana treinta y ocho de embarazo, tenían el bolso listo al lado de la puerta para salir hacia el sanatorio cuando llegara el momento, Leandro —siempre tan organizado y metódico—, había practicado casi diez veces manejar hasta el hospital por distintos trayectos para poder decidir cuál sería el mejor y el más rápido incluso en horas pico. Todo estaba listo para recibir a Vinícius, un niño esperado por ambos, la mayor expresión de la unión de dos personas que se amaban con locura y desesperación.

Jade se levantó de la cama y caminó hasta la ventana de su habitación, corrió la cortina y observó el clima gris y lluvioso, la tormenta azotando la ciudad, tal como nueve años atrás. Cerró los ojos y recostó la frente por el frío vidrio de la ventana, aquella imagen la había transportado en el tiempo por un instante, un instante al cual le hubiera gustado regresar para poder cambiar el rumbo de su vida. Una lágrima rodó por su mejilla ante el dolor que aún se sentía tan latente y lacerante como en el pasado y con el que —a pesar de todo— ya se había acostumbrado a vivir.

Se vio a sí misma en la cama, nueve años atrás, se había despertado temprano para desayunar con Leandro y despedirlo para ir al trabajo y luego se había dormido de nuevo. El embarazo avanzado la tenía más cansada de lo normal y ese día en especial estaba muy caluroso y húmedo, como si una tormenta amenazara con caer en cualquier momento.

Estaba soñando que recogía girasoles en un enorme campo lleno de flores, iba de la mano de alguien que asumió era Leandro mientras un niño de unos doce años correteaba alrededor de ellos eufórico y divertido persiguiendo a una pequeña avecilla. Estaba segura que el niño era Vinícius, era casi igual a su padre tenía su sonrisa, sus ojos, sus cabellos. Los girasoles eran las flores favoritas de Leandro, él decía que eran flores inteligentes, pues siempre seguían al sol, siempre buscaban la luz, para él era una metáfora de la naturaleza que hablaba sobre buscar la felicidad. De pronto sintió sus piernas mojadas, aquello la despertó de su sueño. Lo primero que hizo fue mirar al techo imaginando que a lo mejor la lluvia que amenazaba con caer desde temprano se había filtrado por el techo, bastaron unos minutos para que se percatara que en un cuarto piso de un edificio de diez, aquello era imposible. Levantó la frazada que la cubría para darse cuenta de que había roto fuentes y que el momento del parto estaba cerca.

Se levantó ansiosa y llamó a Leandro.

—He roto fuentes, amor… —dijo entre nerviosa y emocionada.

—¿Es en serio? —preguntó Leandro a quien sin ver podía sentir feliz. Habían imaginado miles de veces cómo y cuándo sería ese momento pero habían esperado con intensidad que no sucediera mientras él estuviera en la fábrica donde trabajaba ya que quedaba a ocho kilómetros del edificio.

—Sí… Voy a hacer lo que planeamos, tomaré un taxi e iré al hospital, encuéntrame allí en cuanto puedas —comentó ella tratando de no trasmitirle sus nervios, no quería ir sola, quería ir con él, quería estar con él cuando naciera Vini… pero esperarlo a que llegara para luego ir hasta el hospital en día de semana y con el tráfico del mediodía no era una buena opción. Por tanto, en las previsiones de Leandro, habían decidido que si eso sucedía, se encontrarían directo en el hospital, que quedaba a medio camino para ambos.

—Nos vemos allí, amor —dijo y antes de cortar le recordó—. Te amo, Jade… y a Vini… ya estamos cerca de ser la familia que siempre soñamos.

—Te amo también, Leandro —contestó antes de colgar.

El taxi la llevó al hospital donde dos horas después dio a luz a Vinícius, completamente sola en una sala de parto de un país que no era el suyo y lejos del calor de la mano de la única persona que era su mundo, su hogar, su familia.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ya tengo nueve años! —Como aquel lejano día de abril cuando Vinícius entraba a su vida llorando y aferrándose a ella; ahí estaba él, nueve años después ingresando como siempre eufórico, alegre, vivaz, lleno de entusiasmo, tan parecido a su padre, tan parecido a aquella persona que siempre había sido su luz, sus ganas de sonreír, su alegría de vivir.

—Hola, cariño. Ya eres todo un chico grande —dijo besándolo en la frente con cariño. Vinícius la abrazó con entusiasmo y cerró sus ojos sintiendo el dulce aroma de su madre. Jade intentó que las lágrimas no se le escaparan de nuevo, no era justo para su hijo verla llorar tan seguido y menos en su cumpleaños, un día que él como todo niño, esperaba con ansias cada año.




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