Desde ese día las cosas cambiaron un poco entre Aleix y Jade. Se saludaban cada vez que se veían por los pasillos y una sonrisa algo tímida o un movimiento de la mano era capaz de despertar pequeños aleteos en el estómago que de alguna manera u otra los hacía sentir vivos. Vinícius se sentía feliz porque su madre había vuelto a salir del trance que por momentos solía convertirla en ese ser desprovisto de fuerzas y de ganas de vivir. Pero él sabía que era pasajero, que duraba un poco y pasaba, el caso es que cada vez duraba más.
Al volver a trabajar, a Jade la llamó su jefa para preguntarle por qué se había ausentado tantos días. La mujer repitió aquello de que estaba enferma y se había pescado algún virus, el caso es que Marcela ya no le creía.
—Mira, Jade. Tú sabes que te aprecio bastante y que adoro a Vinícius, no me gustaría que te quedaras sin empleo pero… ya no sé qué decirle a Sergio cuando te ausentas así, nadie cree ya lo de los virus, gripe, y demás enfermedades… creo que… creo que es momento que busques ayuda, Jade… algún profesional… ya ha pasado mucho tiempo desde que… —Marcela era lo más cercano que Jade tenía a una amiga, no era más allegada a ella porque Jade no lo permitía, sin embargo, la conocía desde que había llegado a Colombia y había estado a su lado cuando Leandro había fallecido. Le tenía un gran cariño y sentía mucha compasión por el niño, por ello trataba de ayudarla. Le había conseguido ese empleo y trataba de dar la cara por ella cada vez que se ausentaba, sin embargo a ella no la engañaba, y aunque no solía decirle nada, sabía muy bien que su problema era la depresión.
—No necesito ayuda, Marcela, pero te agradezco —zanjó Jade incómoda, odiaba que la gente se metiera en su vida, valoraba el cariño y apoyo de esa mujer, pero la idea de tener a personas recordándole que el tiempo había pasado, que debía superarlo, que tenía que luchar y salir adelante, le generaba ansiedad, en vez de calma. Las personas repetían eso como si fuera sencillo, como si ella pudiera apagar un interruptor en su mente y en su corazón y borrar a quien había sido el centro de su mundo, como si simplemente pudiera enviar a Leandro a algún sitio donde ya no doliera. ¿Qué más daba la cantidad de años que hubieran pasado? ¿Acaso el dolor y el duelo tenían fecha de vencimiento? Marcela una vez quiso hacerle entender que lo de ella podría ya ser patológico, esa fue la vez que Jade la odió y se retiró enfadada y dolida, dejó de hablarle por semanas y realmente se planteó renunciar. El caso es que no podía darse el lujo de hacerlo, tenía un hijo que mantener, tenía cuentas que pagar y nadie en quien recostarse, ella no podía dejarse vencer.
Sin embargo, sabía que lo hacía, y sabía que si no fuera por Marcela ella ya no estaría trabajando, que nadie aguantaría sus ausencias, sus maltratos, sus desplantes, su frialdad. Ella era una buena mujer y solo quería ayudarla. Lastimosamente nadie podía hacerlo, nadie.
—No quiero ofenderte, Jade —insistió la mujer tomándola de la mano—. Pero… esta es la última vez que hago esto por ti. Y no es porque no te quiera ni porque quiera que las cosas malas te sucedan, es por tu bien. De alguna forma debes reaccionar, aunque sea por las malas.
Jade no respondió. Las palabra de Marcela eran duras pero su mirada era dulce y compasiva, quiso gritarle que ella no tenía idea de lo que estaba sufriendo, era una mujer felizmente casada con dos hijos pequeños, tenía un buen pasar económico, nada le faltaba. ¿Qué podía saber de su soledad? ¿Qué podía saber de la muerte y de su propio dolor? Sin embargo, no podía ser tan desagradecida. Marcela se jugaba su puesto por ella y en el fondo —aunque a Jade le costara asumirlo—, sabía que tenía razón.
—Bien… —fue todo lo que dijo. Marcela tomó eso como una pequeñísima luz de esperanza y sonrió. No quería que esa mujer acabara mal, deseaba poder ayudarla más pero ella no se abría tampoco, así es que nada podía ya hacer. Sin embargo, ya no podía seguir solapándola, así no la estaba ayudando.
—¿Quieres que salgamos a almorzar? —le preguntó entonces a modo de aminorar un la carga emocional provocada por aquella incómoda conversación.
—No lo sé… —dudó Jade.
—Yo invito —sonrió la mujer y Jade aceptó.
***
Aleix se movía nervioso de un lado al otro en su silla de escritorio, tamborileaba los dedos ansioso sobre la madera mientras observaba el reloj de su computadora marcar lentamente los minutos. Faltaban solo cinco para que el Lic. Salas lo viniera a buscar. Le había pedido que lo acompañara a un restaurante para hablar sobre un negocio muy importante que le quería proponer. No podía negarlo, estaba entusiasmado y quería escuchar esa oferta, pero, ¿un restaurante? ¿No podía ser solo allí, en ese pequeño ambiente de cuatro paredes en el que se encerraba día tras día para sumirse en su trabajo hasta que fuera la hora de salir? ¿O en la oficina del Licenciado, en todo caso?
De todas formas, no estaba en posición de pedirle nada, así que le tocaba aceptar. El hombre prometió pasar por él cerca de las trece horas y ya solo faltaba cinco minutos.
Cuando llegó la hora, el señor Salas se mostró puntual y sonriente. Aleix suspiró intentando ocultar ese mundo de sensaciones que lo estaban consumiendo por dentro y rogando que el sudor no se le notara en la ropa, se levantó y lo siguió.
Subieron al vehículo y Aleix se colocó de inmediato el cinturón de seguridad. No hablaba mucho y se notaba tenso, el señor Salas le habló sobre algunas trivialidades como el clima, la política, el tráfico y demás cosas, a lo que él intentó responder de forma concisa, ya que toda esa gente caminando tranquila por la veredas, los bocinazos, la cantidad de autos en las calles, lo estaba haciendo temblar por dentro y su corazón comenzaba a agitarse.
«Nada sucederá, nada sucederá». Se repetía a sí mismo mentalmente, era horrible saber racionalmente que nada sucedería pero no poder controlar a la mente y a la reacción de su propio cuerpo, siempre alerta, sintiéndose en peligro.