Acordes y pinceladas.

Capitulo 6 : Ecos del pasado

(Perspectiva de Jae-Hyun)

Salí de ArtSeoul, el diminuto rollo de lienzo blanco en la bolsa que sostenía. Una compensación, pensé. Una solución lógica y directa a un problema causado, un daño colateral por proteger a So-Hee. Pero la artista... Yuna... había rechazado mi gesto. Su furia había sido tan palpable como su repentino sonrojo.Obstinada, esa era la palabra. Y ruidosa, impulsiva, una masa de emociones desordenadas.

A mi lado, en la tienda, su corazón había latido a un ritmo frenético. Lo había notado, claro. Mis ojos están entrenados para observar las reacciones fisiológicas. Pero el brillo en sus ojos, la forma en que sus mejillas se encendían cuando me acerqué... eso no encajaba en ningún manual de medicina. Esa no era la reacción de una simple vecina irritada.

El viento de Seúl me revolvió el cabello, y me ajusté las gafas. Intenté desechar la imagen de su rostro enrojecido, pero se aferró, persistente. Había actuado impulsivamente la noche del incidente, sí. Mi prioridad era siempre la calma. El "escándalo", la "disputa de vecinos" no podía alcanzar a So-Hee. Pero el lienzo de Yuna... Cuando lo vi en el pasillo, empapado, los colores corriéndose, una punzada fría se clavó en mi pecho. Había visto suficiente desorden en mi vida. Y aquello era una obra que, aunque inacabada, tenía un propósito. Como una melodía sin armonía final.

Mi mente regresó al festival de talentos de hace años. Una niña, con el cabello alborotado y una voz que se elevaba por encima de todo el ruido. Pura. Inolvidable. La misma voz que me había enseñado el piano. Mi madre. No supe si era Yuna en aquel entonces, solo que la melodía, la voz, era la misma, tenía el mismo eco de talento innato que yo había sentido en mi madre.

Mi madre... ella era una artista, con una pasión que a veces me abrumaba. Pintaba, cantaba, tocaba el piano con una maestría que yo nunca podría igualar, aunque mi técnica fuera impecable. Ella me enseñó a amar el piano, a encontrar el alma en la música, algo que mi padre nunca entendió. Su risa resonaba en nuestros viejos apartamentos, llenando el espacio de color. Cuando ella se fue... todo se volvió gris.

Yuna me recuerda a ella de una manera inquietante. Esa pasión cruda que no se puede contener. Esa tendencia a expresarse con todos los colores y sin miedo. No es miedo escénico, Yuna, es la presión de las expectativas, es el miedo a perder lo que amas. Como mi madre.

Mientras caminaba hacia la parada del metro, una sutil sonrisa apareció en mis labios. "¡Solo no me hables!". La furia en su voz, la forma en que se había girado bruscamente. El claro nerviosismo que intentaba ocultar, el latido de su corazón que sentí incluso a esa distancia. No era miedo genuino. Era algo más complejo. Era... un desafío directo. Yo la había desafiado, y ahora ella me estaba desafiando de vuelta.

Bien, pensé. Necesita ese fuego para despertar.

Mi vida cambió drásticamente cuando mi madre murió. Yo tenía diez años. La casa se quedó en silencio. Mi padre, un hombre de negocios implacable, se casó de nuevo poco después. Mi madrastra, Eun-Ji, es amable, pero nunca logró llenar el vacío. Y con ella llegaron Min-Ho y So-Hee.

Mi relación con mi padre siempre fue fría, pero después de la muerte de mi madre, se volvió gélida. Él veía mi arte, mi música, como una debilidad, una distracción de mi verdadero propósito: la medicina, la perfección, el estatus. "Sé como yo, Jae-Hyun. Fuerte, exitoso. Sin sentimentalismos", me decía. Odiaba a mi padre por eso, por robarme la memoria de mi madre, por intentar apagar en mí lo que ella había encendido.

Y así, mi vida se convirtió en una partitura rígida. Horas de estudio, turnos en el hospital, el piano convertido en un mero ejercicio de disciplina, una forma de canalizar mi propia rabia y frustración en algo "productivo".

El resto de mi fin de semana transcurrió con la rigidez predecible de mi rutina. Por la mañana, un turno en el hospital, observando operaciones complejas, asimilando conocimientos con la eficiencia de una máquina. Por la tarde, horas de estudio en la biblioteca de la universidad, los libros de medicina apilados alrededor, el silencio solo roto por el suave zumbido del aire acondicionado. Mi mente estaba siempre ocupada, cada pensamiento catalogado, cada objetivo claro.

Pero incluso en el aislamiento de mis estudios, la imagen de Yuna irrumpía. La Yuna furiosa, la Yuna sonrojada, la Yuna desordenada del ascensor, la Yuna que cantaba con una voz que no podía olvidar. Se parecía tanto a ella, a mi madre, con esa mirada desafiante, esa pasión. La forma en que su padre había hablado de su canto perdido, con tristeza, me había recordado el dolor que mi propia madre había sentido al no poder seguir sus pasiones por las expectativas de mi padre.

En el apartamento, la situación no era más sencilla. La presencia de mis hermanos siempre traía consigo una capa de tensión. Min-Ho, ruidoso y extrovertido, con sus amigos y su música pop, llenaba el espacio con un caos superficial. So-Hee, en cambio, se volvía cada vez más retraída, una sombra de sí misma. Mi madrastra, Eun-Ji, siempre preocupada: "Jae-Hyun, ¿has visto a So-Hee? Debería estar practicando".

Yo solo asentía, incapaz de ofrecer palabras de consuelo. No entendía las emociones complejas. Odiaba la incapacidad de mi padre para entender la verdadera esencia del arte, y sin embargo, me había convertido en una versión de él, enmascarando mis propias emociones detrás de la lógica.

Al llegar la noche del sábado, el apartamento estaba, por una vez, extrañamente tranquilo. Min-Ho había salido, y So-Hee se había encerrado en su habitación, el silencio que dejaba más pesado que cualquier ruido.

Me senté frente a mi piano de cola en el salón. Un mueble imponente, un símbolo de las expectativas y los sacrificios de mi infancia, pero también el último legado de mi madre. Comencé a tocar.

No era una pieza de estudio, ni una composición compleja para impresionar. Era jazz. Una melodía que fluía, que respiraba. La misma que Yuna había escuchado en la distancia. Era mi forma de liberar la tensión acumulada, la única vez que me permitía no pensar en los diagnósticos, en los procedimientos. Mis dedos se movían con una precisión inhumana, pero el corazón de la música era cálido, melancólico. Era una expresión que yo nunca permitía ver, mi verdadero yo.




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