Elmer Kingsley
La reunión va por su tercera presentación. Me mantengo en silencio, tengo la capacidad de leer cifras en movimiento sin que nadie me explique qué quieren decir.
Aun así, los socios insisten en hacer gráficos innecesarios y presentaciones con colores brillantes como si estuviéramos en una guardería y no en una empresa de ciberseguridad.
Cruzo los brazos y dejo que hablen, pero rogando en mi interior que terminen pronto.
Después de unas horas más de dolor de cabeza, se callan.
—Reduzcan el gasto de nube en un treinta por ciento antes del lunes. No vuelvan a hablarme de eso hasta entonces —dicto, y eso es todo.
Camino por el pasillo que conecta la sala de juntas con mi oficina privada. Las luces del edificio son demasiado blancas, todo aquí es limpio y ordenado. No hay cuadros, odio las plantas.
El único adorno que tengo es una pantalla negra en la pared que me muestra las fluctuaciones del sistema central de vigilancia.
Mi asistente, Harper, me sigue el ritmo. Llega justo antes de que yo cierre la puerta.
—Señor Kingsley, hay una reunión que aparece agendada para ahora, en su oficina —anuncia.
Frunzo el ceño.
—No agendé nada. ¿Con quién?
—Charles Ellis. Es… —Harper baja la voz, eso es extraño en ella—. Es un niño.
Me detengo y volteo hacia ella.
—¿Un qué?
—Un niño, señor. Ocho, tal vez nueve años. Dijo que usted había confirmado la reunión. Revisé el sistema y… bueno, está ahí. Confirmada, con su firma digital.
Silencio, no me sienta nada bien esto.
—¿Quién autorizó su entrada? —cuestiono.
—Yo lo hice. Pensé que era un error, pero… el chico fue bastante claro. Tiene modales, excelentes. Y seguridad lo dejó pasar porque llevaba una credencial temporal del sistema de visitantes. Ya lo había generado.
Abro la boca para hablar, pero desde el otro lado de la puerta lo escucho.
—Señorita Harper, yo tengo una cita. Es de mala educación hacer esperar a alguien que llegó puntual.
El tono es tranquilo, molesto, de una manera precisa y seca. Harper me mira.
—¿Desea que lo haga retirar?
Observo la puerta, dudo. Algo en el tono de ese niño me inquieta más que la violación de seguridad en sí.
Alguien tuvo que ayudarle a llegar aquí, mi sistema no es vulnerable, y por eso tengo que saber que quiere este mocoso, y quien lo mandó.
Respiro hondo para calmarme.
—Hazlo pasar.
Harper asiente. En menos de un minuto, la puerta se abre.
El niño entra con paso firme, sin intimidación, con una tablet bajo el brazo y la expresión de quien no viene a pedir permiso.
—Charles Ellis —dice, y me tiende la mano—. Espero que esté teniendo un buen día.
Lo observo, no la estrecho. Él no parece afectado.
—¿Quién te envió? —exijo de una vez.
—Nadie. Vine solo. Usted está en deuda conmigo por su propio error de seguridad. Me pareció justo tener una conversación civilizada antes de que esto se convierta en un problema más grande.
Levanto una ceja, me entran ganas de soltar una carcajada. Esto debe ser un chiste.
—¿Un chantaje?
—No, señor Kingsley. Esto es diplomacia. Chantaje sería si yo le pidiera dinero, pero no quiero eso.
Cruzo los brazos. Charles Ellis se sienta frente a mí como si llevara años viniendo a reuniones con CEOs.
Y ahora en mucho tiempo, no tengo ni idea de qué va a pasar en los próximos cinco minutos.
Charles cruza las piernas, se acomoda en la silla sin pedir permiso. Abre su tablet con un gesto rápido y la deja encendida sobre mis documentos.
La pantalla muestra una simulación de mi agenda digital, alterada, precisa e impecable.
—Este archivo no fue hackeado desde afuera —le digo, sin cambiar el tono.
—Lo sé. —Se encoge de hombros—. Entré desde adentro. Su red interna tiene una puerta trasera que nadie revisó desde el último parche.
—¿Tú lo hiciste solo? —No puedo evitar la burla en mis palabras.
—¿Eso es una prueba de ego, una acusación o una felicitación encubierta?
No respondo. Charles sonríe, y este mocoso tiene control. Demasiado para un niño de su edad.
—¿Qué quieres?
—Que me escuche.
—Ya lo hago. —Me cruzo de brazos.
Él baja un poco la mirada, y aunque sigue con esa actitud de niño viejo, algo cambia.
—Mi mamá es Nora Ellis. Limpia su casa desde hace dos años. Lo más probable es que no la recuerda, porque usted no nota cosas que no hacen ruido. — Tarda dos segundos en hablar. Su voz ahora tiene un borde distinto, más suave.
—Continúa.
—Ella está enferma. Necesita una cirugía cerebral urgente. Está en una lista de espera del gobierno que se mueve más lento que un archivo corrompido.
Se inclina hacia mí.
—No quiero caridad. No quiero que le dé un cheque, vine porque usted es un hombre que, cuando quiere algo, lo consigue. Y ahora… quiero que consiga.
Y tiene agallas, va al grano sin victimizarse, estoy sorprendido.
—¿Y por qué haría eso?
Charles sonríe, sin humor.
—Porque es la única forma de limpiar su error —suelta.
—¿Qué error?
—Subestimar a otro hombre —declara con suficiencia.
Me mira a los ojos. Ocho años.
Me sostiene la mirada sin parpadear. Me recuerda a alguien que solía ser yo, antes de… todo.
—Ella no lo va a pedir —sigue—. Porque mi mamá cree en la dignidad. En el trabajo. En que, si da más de lo que recibe, el mundo le devolverá algo, pero usted y yo sabemos que eso es mentira. El mundo no devuelve nada, ¿cierto?
Silencio. ¿Quién este niño?
—La vida de mi mamá vale más que una lista de espera. Y más que su sistema de seguridad.
Apoya las manos en sus rodillas, se pone de pie.
—Ya dije lo que tenía que decir. Puede hacer lo que quiera con esta información. Solo le pido algo: no le diga a mi mamá que estuve aquí. Ella se enojaría. Le enseñó a su hijo a respetar límites… y yo los acabo de romper todos —admite.