Nora
Ya pasó un mes desde aquel desmayo, y todavía no sé cómo no me derrumbé antes. Tal vez fue por Charles, siempre es por él.
Me dirijo una vez más hacia la mansión Kingsley, y sé que allí es donde más voy a pensar en aquella hoja del hospital con el diagnóstico: “aneurisma cerebral no roto, riesgo alto, intervención urgente”.
Y el costo, ¡Dios mío!
Eso no puedo sacármelo de la cabeza, veinte mil dólares, mínimo. No hay seguros que cubran todo. No hay gobierno que me escuche. Y yo… no tengo tiempo para ahorrar, ni salud para esperar.
La angustia en mi interior crece a cada segundo que pasa, donde todo es incierto.
El único pensamiento constante es: ¿Qué va a pasar con Charles si algo me pasa a mí?
Tal vez si su padre estuviera vivo, no me sentiría tan desesperada, sin embargo, nos tenemos solo uno al otro. Carlos ni siquiera tenía familiares aquí, era un bueno, atento y amable. Aunque no teníamos una relación, porque había sido solo una noche con él, estaba muy pendiente de mí, cuando murió, no me quedó nada.
Eso me revuelve el estómago. Tanto, que no noto que el celular está vibrando hasta que se apaga y vuelve a hacer, veo que ya es la tercera vez.
—¿Hola? —contesto con el corazón acelerado.
—¿La señora Ellis? —La voz es amable, pero preocupada.
La reconozco al instante. Es la directora de la escuela de Charles.
—¿Pasó algo?
Mi respiración se agita.
—Estoy llamando porque su hijo no se ha presentado a clases en los últimos dos días. No hemos recibido ninguna notificación suya y, es muy raro en él.
Mi cuerpo entero se congela.
—¿Cómo eso es posible?, yo misma lo dejé frente a la escuela esta mañana.
—No ha asistido, y estamos un poco preocupados. ¿Está todo bien en casa?
Me llevo una mano a la frente. Intento pensar.
—Disculpe, directora. Mañana mismo se presenta. Estoy segura de que debe haber una razón válida. No quiero que lo vea como un niño irresponsable, él no lo es. Solo… a veces se le ocurren cosas.
La directora parece aliviada, pero aún algo confundida por el pequeño suspiro que dio.
—De acuerdo, señora Ellis. Estaré atenta. Buen día.
—Buen día —cuelgo y sin respirar marco su número.
Tarda. Dos tonos, tres.
—Charles Daniel Ellis, en cinco minutos te quiero aquí, ¡ahora!
No grito, no hace falta hacerle eso a mi hijo, él entiende mi tono.
Me llevo la otra mano a la cabeza, otra punzada. No fuerte, pero está ahí. No debería estresarme, claro, como si fuera fácil con este niño.
Charles tiene ocho años, pero se cree un adulto. No me da problemas, nunca. Lo difícil es hacerle entender que todavía no le toca protegerme, ni cuidar nada, esa es mi tarea es mía.
—Estoy bien, mamita —responde al fin—. No te preocupes por mí.
—Mi amor, estoy llegando a la mansión. Ven aquí. Ahora.
—Está bien. Ya voy, estoy cerca —admite.
Cuelgo. Respiro hondo, o lo intento.
Frente a la mansión Kingsley, ya con la pulsera puesta para el acceso automático, la puerta no se abre. Intento otra vez, nada. Me saco el guante, paso la mano entera por el sensor. Tampoco.
El lector simplemente parpadea en rojo. Frunzo el ceño. Intento dos veces más, ni una sola luz verde.
Me tiemblan las manos, no entiendo que está pasando. Tengo que llamar a la asistente del señor, ella es la única que puede darme respuestas.
No me da tiempo de sacar mi teléfono, los guardias ya vienen hacia mí. Tampoco siento alivio de verlos, porque no caminan, avanzan con autoridad, como si yo fuera una amenaza o una ladrona, no sé.
—¿Qué están haciendo? —inquiero al ver su arma en mano—. ¡Trabajo aquí! ¡Tengo uniforme, pulsera, registro!
—Levante las manos, señora Ellis —advierte uno de ellos.
—¿Qué? ¡No! ¡Esto debe ser un error!
Las esposas frías me rodean las muñecas antes de que pueda retroceder.
—¡No! ¡Suéltenme! —Aunque trato de luchar, de hablar, de explicar, no me escuchan.
—No se resista. Es protocolo. —Uno de ellos apenas murmura.
¿Protocolo de qué?
Me meten por la puerta lateral, la misma que usan los proveedores. Me llevan a una sala que nunca había visto, silenciosa, amplia, todo blanco con solo dos sofás grises en el centro.
Y ahí está él. Elmer Kingsley.
Sentado, impecable con esos trajes que yo arreglo y mantengo así, tiene el ceño fruncido y los codos sobre las rodillas, con una mirada depredadora.
Me empujan suavemente hacia una silla frente a él, me siento por inercia. Apenas respiro.
—¿Qué está pasando? —pregunto, ya con las lágrimas empujando desde los ojos—. ¿Qué hice? ¿Por qué me traen así?
—No se haga la víctima, señora —responde él, con la voz tan dura que siento cómo me tiembla el pecho—. No tengo paciencia para sus juegos.
—¿Qué juegos? —murmuro, temblando—. No entiendo nada, señor Kingsley…
El dolor en la cabeza empieza a latir, otra vez, esta vez más fuerte. La sala está girando, cierro los ojos por un momento y luego, luego me obligo a mirarlo.
—¿Quién los mandó? —insiste.
Cruza sus piernas, y me observa de manera fijo, sin ninguna expresión.
—¿Mandó…? ¿A quién?
No entiendo nada de lo que este señor está hablando.
—Señora Ellis, cuando más rápido hable, será mejor. Vuelvo a preguntar. ¿Quién los envió a usted y al niño? ¿Cuál es el verdadero objetivo?
Parpadeo, no sé si me rio, o grito o lloro, hace dos años que llevo trabajando para él.
—Me envió la agencia Hearth & Shine, hace dos años. Usted mismo firmó el contrato. —Le recuerdo—. Yo nunca he… yo solo vengo a limpiar, señor. Por favor…
Su mirada es filosa, de pronto se pone de pie.
—Estoy perdiendo la paciencia señora, y eso no es bueno cuando pasa —advierte.
—Le estoy diciendo la verdad, no sé qué más puede querer —susurro. No sé por qué me tiembla la voz así. Nunca me había sentido tan pequeña—. Yo no hice nada. Mi hijo no haría daño a nadie, es un niño educado, nunca, jamás se llevó nada de aquí —afirmo ya con las lágrimas cayendo.