Elmer
—¡Quítenle las esposas! ¡Ahora! —ordeno con la voz más seca que tengo.
No espero a que obedezcan, me acerco a ella antes de que caiga al suelo. Ya ha perdido el conocimiento, sus ojos están cerrados, y la piel pálida.
La cargo en mis brazos. Es tan ligera que por un instante me parece que estoy sosteniendo a una adolescente, algo en mi pecho se aprieta.
—Abre la puerta trasera ahora. Y tú —miro al niño que ya está a mi lado otra vez—. Súbete.
No responde, pero me obedece de inmediato.
La parte más absurda no es que esta mujer haya perdido el conocimiento por un interrogatorio que claramente se me fue de las manos. No, lo inquietante de verdad es que el niño no parece nervioso.
Todo en su cuerpo está en alerta, sí, sin embargo, sus ojos, están analizando toda la situación con mucha calma.
Parece más un adulto, incluso está más tranquilo que yo.
La dejo recostada en el asiento trasero con cuidado. Charles se sube al otro lado, sin pedir permiso.
Durante todo el trayecto al hospital, no se le despega ni por un segundo. Solo conduzco, rápido. Sin pensar en multas ni en consecuencias.
Todo se desdibuja, salvo una certeza: si ese niño decía la verdad, esta mujer podría dejar de existir por mi culpa.
¿Y cómo demonios iba a saberlo?
Soy un experto en ciberseguridad. Tengo firewalls que bloquean tráfico por segundo, IA entrenadas para detectar patrones, biometría, sensores… ¡y este enano ingresó en mi agenda personal y manipuló toda mi casa.
Llegamos al hospital. Entro con la mujer en brazos y el chico corriendo a mi lado. Una enfermera se acerca, pero antes de que siquiera pregunte, Charles se adelanta un paso.
—Mi mamá se llama Nora Ellis, tiene treinta y dos años, pesa cincuenta y tres kilos, es alérgica a la penicilina, toma analgésicos suaves por prescripción, sufre de un aneurisma cerebral detectado hace un mes, pero aún no intervenido, está en lista de espera. Tipo de sangre: O negativo.
El médico lo mira, luego me mira a mí, No digo nada, estoy… boquiabierto.
Charles se cruza de brazos.
—También necesita hidratación intravenosa urgente, ha estado trabajando muchas horas sin descanso.
El médico asiente sin decir palabra y desaparece con las dos enfermeras. Nora es llevada en camilla.
Solo entonces nos hacen sentar en la sala de espera.
Un silencio tenso se queda entre nosotros.
Quiero decir algo, tal vez disculparme. No es común en mí, no obstante, algo en esta situación me supera.
—Charles… —empiezo.
Él levanta una mano sin mirarme.
—Guarde su disculpa, señor Kingsley. La sinceridad no es su especialidad, ni la empatía.
Respiro hondo.
—Solo quería aclarar…
—No me interesa, pero escuche bien. Tengo su código central, su puerta de entrada, su red de satélites. Y sí, señor Kingsley, su fondo personal. Si vuelve a acercarse a mi mamá sin autorización, publicaré sus patrones de cifrado en un foro de hackers de nivel 4. Sus secretos dejarán de ser secretos en menos de una hora.
Lo observo con los ojos abiertos.
Estoy… ¿asustado?
Sí. ¡Maldita sea!, sí, porque sé que no está mintiendo.
—Antes quería cincuenta mil dólares, ahora tengo una mejor idea —sigue él, con esa voz pausada, tranquila, que ya me genera urticaria—. Va a donar a la Escuela Especial de talentos Avanzados de San Francisco. Anónimamente. Y bastante, porque conviene que usted sea amigo de niños como nosotros. Créame, es… más seguro.
Inhalo por la nariz.
—¿Esto es un chantaje?
—Es una inversión. En paz mental, la suya señor Kingsley, piénsalo.
Y antes de que pueda levantarme y ponerle fin a todo este delirio, la puerta se abre, el doctor aparece con gesto serio.
—¿Está bien? —pregunto de inmediato.
Charles ni se inmuta. Se pone de pie, con la tablet bajo el brazo, los hombros tensos, el cuello recto.
—Por ahora, sí —dice el médico, asintiendo con calma—. Le administramos medicación para estabilizarla y sedantes para el dolor. La presión estaba muy elevada, la situación es delicada.
—¿Y el aneurisma? —Charles interroga sin titubeos.
El médico duda un segundo. Luego lo mira con respeto, está claro que ganó su lugar en esta conversación.
—No puede esperar más. Si no se opera pronto, una crisis como esta podría matarla. La recuperación también será compleja. Necesitará cuidados y reposo por semanas. Sin una intervención quirúrgica urgente, su pronóstico es… incierto.
Silencio, y esta vez como un plomo.
Charles baja la mirada por primera vez. Aprieta los labios, suelta la tablet en la silla y se sienta con la espalda curvada, muy distinto a lo que fue hace apenas unos minutos.
—¿Puedo verla? —su voz suena frágil, pequeña.
El médico niega con suavidad.
—Está sedada, y en observación. Solo cuando despierte.
Charles asiente. Y ahí lo veo, las lágrimas silenciosas deslizándose por sus mejillas mientras mira el suelo. No tiembla, no solloza, ero llora.
Al fin parece un niño.
Yo… no sé qué hacer con esto.
Me aclaro la garganta, me muevo un poco en el asiento a su lado.
—Charles… —intento decir algo.
Él ni me mira.
—Usted no entiende nada —la voz apagada le sale apagada—. Ella es todo lo que tengo. Si se va… yo no tengo a nadie. ¿Sabe qué significa eso?
—Sé más de lo que crees —le respondo.
—Lo dudo. Usted tiene una empresa, empleados, millones de dólares, poder, redes. Yo tengo a mi mamá… y una cuenta de ahorro con 27 dólares. Esa es mi red de apoyo. Y ni siquiera puedo usarla.
Sus palabras me golpean como una bofetada. Miro al frente, sin saber qué decir.
Una idea comienza a tomar forma, tal vez es el sentido de culpa.
Tal vez es la imagen de esa mujer desmayada en mis brazos, tan liviana que parecía hecha de papel, o tal vez es este mocoso, que me aterrorizó hace una hora y ahora está hecho pedazos al lado mío.