Actualizando Corazón

Capítulo 5

Elmer

Aflojo la corbata mientras me levanto de mi silla. Emilio, mi hermano está aquí conmigo, necesitaba hablar con alguien, y él es una de las personas que mejor me entiende.

Le he contado todo lo que pasó, y porque tengo a Nora durmiendo en mi casa.

—No lo entiendo —comento mientras le paso el vaso de whisky.

Ni siquiera eso puedo beber porque tengo un mocoso por recoger.

—¿Qué la mujer no quiera nada de ti? —se burla.

—Que sea tan terca. Acaba de salir del hospital. Un aneurisma, un sangrado en el cerebro, aun así, se cree inmortal. Me mira como si fuera un tirano por cuidarla, en lugar de ser agradecida.

Emilio me observa desde el sillón, esperando a que me descargue como siempre.

—No sé si es más molesto eso, o que me importa tanto —añado, bebiendo un poco de agua.

Él se apoya contra el respaldo, relajado.

—¿Agua? —Levanta sus cejas.

—Tengo que hacer la función de padre —explico de mala gana.

—Estás jodido —declara.

—Cansado y harto, lo peor es que esta pesadilla solo empieza.

Me paro frente a la ventana.

—¿Y por qué no la dejas sola? Que haga de su vida lo que le dé la gana, paga la cirugía y líbrate de ellos —propone.

Lo observo sin expresión. No es que no lo haya pensado, y algo en mí no lo permite. No quiero imaginar a Charles enfrentando todo eso solo.

—Porque no es solo ella —explico—. Está el pequeño hombre, aunque sea todo un machote, necesita de cuidados.

Emilio me estudia. No dice nada durante unos segundos, luego, se ríe por lo bajo.

—No puedo creerlo. Elmer Kingsley, el que despedía empleados por mandar emoticones… ahora en modo niñero —se burla.

—No es un niño cualquiera —me defiendo.

—Claro que no. Te hackeó —bromea, alzando el vaso.

Sonrío sin querer.

—Exacto. Nunca me gustaron los niños, pero este… este entró sin permiso.

Y hablando de permiso, miro mi reloj. Son casi las tres.

—Tengo que irme —anuncio.

—¿A dónde?

—A hacer mi papel, tengo que buscarlo a la escuela. —Me arreglo la corbata y el traje.

Emilio se incorpora, entre sorprendido y burlón.

—¿Qué acabas de decir? —Tiene una enorme sonrisa.

—Escuchaste bien.

No pienso repetir solo para que se burle un poco más.

—¿Tú? ¿Recoger a un niño? ¿Estás bien? —Ahora tiene las cejas fruncidas.

—Te lo dije —respondo, mientras guardo mi cartera y tomo mis llaves—. Me hackeó. Y ya no hay vuelta atrás. ¿Vamos? —invito.

—Sí, pero si supieras que me ibas a mandar a los quince minutos, no hubiera venido —reclama mientras camina hacia la salida.

—Cuando tengas hijos entenderás —afirmo.

Escucho su carcajada detrás de mí. Es cierto que me siento un poco ridículo porque no tengo idea de lo que estoy haciendo, ni como cuidar a un niño, pero tengo que dar todo de mí.

Salgo antes de que me diga algo más. Me siento un poco ridículo. Pero también… tranquilo. No sé qué estoy haciendo, pero lo estoy haciendo igual.

Llego con cinco minutos antes, no quiero pensar que haya salido el niño y no me encuentre.

Me acerco al acceso del colegio privado, un edificio moderno y demasiado colorido ideal para estos niños.

—Elmer Kingsley. —Me identifico, y muestro la tarjeta que Nora me dio.

No sirve. La mujer niega con la cabeza.

—Lo siento, señor, usted no figura en la lista de personas autorizadas para retirar al alumno —trata de explicar.

—Estoy aquí por orden de la madre —respondo, tenso, mostrando el documento de alta médica que firmó el doctor Lennox esta mañana.

La mujer, que no debe tener más de treinta años, me mira con firmeza por amable que fuera. Es de esas personas que repiten lo que les enseñaron.

—Sin autorización firmada, no puedo hacer nada. Lo siento mucho.

—¿Y piensas hacer?, ¿dejar al niño en la institución? —Estoy perdiendo mi paciencia.

—Señor, llamaremos a la madre cuando sea la hora.

Suelto un suspiro frustrado.

—Está en recuperación, ¿no entendió?

Aprieto la mandíbula.

—¿Sabe qué? Llame a la directora. Y mientras lo hace, pregúntele si quiere lidiar con un abogado a esta hora del día.

No me gusta discutir en público, pero el protocolo educativo está estirando demasiado mi paciencia.

Giro la cabeza a un lado, y entonces lo veo.

Charles, al otro lado del patio, con un grupo de compañeros. Está riendo, pateando una pelota improvisada con lo que parece una botella vacía. Viste el uniforme, tiene las medias caídas, y en su rostro veo solo a un niño feliz.

No parece débil, ni temeroso, se ríe fuerte, da órdenes con naturalidad. Y cuando sus ojos se cruzan con los míos, se queda inmóvil por un instante, luego camina hacia mí, solo y tranquilo.

La secretaria frunce el ceño al verlo acercarse.

—No, no puede salir sin…

—Estoy bien con él —declara Charles, firme, interrumpiéndola—. Mi mamá ya avisó.

Nadie se atreve a detenerlo. Cruza la reja pequeña y se planta frente a mí.

—¿Nos vamos o vas a seguir discutiendo con la señorita amable? —pregunta sin una pizca de miedo.

Asiento, caminamos en silencio hasta donde estacioné, y le abro la puerta trasera de la camioneta.

Sube sin protestar, rodeo el vehículo y me instalo frente al volante. Respiro hondo, en silencio.

—Cuando estamos solos no hace falta fingir, ¿sabías? —murmura el niño, mirando por la ventana.

Lo observo de reojo.

—Gracias a Dios —respondo, encendiendo el motor.

Seguimos en silencio por un par de cuadras. Hasta que no puedo más con la curiosidad, y esa mujer no piensa decirme nada.

—¿Dónde está tu padre? —lanzo.

—Muerto —habla con la misma calma con que diría que quiere galletas.

No digo nada, pero mi expresión habla por mí, y él lo nota.

—¿Era algún criminal? —cuestiono, directo.

Tal vez eso explicaría la desconfianza de Nora, su obstinación, el carácter del niño.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.