Actualizando Corazón

Capítulo 10

Nora

Han pasado dos semanas desde mi intervención. Dos semanas en las que mi cuerpo ha sido un batido inestable de dolores, somnolencia, y mareos, pero también en las que he aprendido a quedarme quieta. A confiar en otros, a rendirme por primera vez, a la idea de que necesito ayuda, porque sí tuve que aceptar eso.

Hoy ya casi no tengo dolores de cabeza, eso me da un respiro, pero mi presión arterial sigue dándoles trabajo a todos. Subidas bruscas, bajones, esas cosas que me dejan tiritando con la vista borrosa. Por eso me mantienen muy vigilada. Tengo una enfermera que duerme más cerca de mí que yo de mi propia sombra.

Y luego está él, Elmer, siempre está pendiente de mi hijo y de mí.

Pienso en él porque ahora mismo viene hacia mi habitación con una bandeja, puedo verlo desde la ventana. Mi corazón late más rápido, aunque no quiera.

Espero, hasta que golpea la puerta e ingresa.

—Traje tus frutas —anuncia dejando la bandeja frente a mí.

Sonrío, no puedo evitar.

—Gracias, muy amable —murmuro.

Elmer no responde, entonces miro las flores que tiene en su mano, lirios blancos.

Sonrío mirando el hermoso ramo. Ayer había tulipanes, y antes de eso, girasoles. No sé de dónde los saca ni por qué lo hace, pero cada mañana los cambia, como un ritual silencioso que nadie le pidió.

Me pregunto qué lo motiva.

¿Culpa? ¿Compasión? ¿Responsabilidad?

No tengo idea, y es mejor ni siquiera cuestionar, sé que no debo confundir la solidaridad con otra cosa.

Elmer Kingsley, no está en mi lista de hombres soñados, bueno, a decir verdad, aparte de mi hijo, no hay ninguno.

Me doy cuenta de que estoy mirándolo demasiado y aparto la vista de inmediato. Por reflejo veo que él se da la vuelta en ese momento.

—¿Estás bien? —pregunta. Su voz es baja, casi suave.

Asiento, y me obligo a sonreír. ¡Dios mío!, no sé qué me pasa, me siento como una adolescente, mis mejillas arden.

Él deja el jarrón en la mesita, ajusta una hoja que cuelga fuera de lugar y suelta un suspiro breve. Cuando termina sus ojos se clavan en mí, me sostiene la mirada, luego ladea la cabeza, el silencio es incómodo.

—Gracias —murmuro. Es lo único que atino a decir.

Él hace una mueca, algo parecido a una media sonrisa.

—Necesito que te recuperes. No soporto más a la mujer de la limpieza, no sabe hacer su trabajo —reclama, y no me extraña ni un poco.

Me río, bajito, sé muy sus exigencias, estuve en ese lugar por dos años.

—No deberías ser tan duro con ellas —pido, creo que mi voz sale en un tono de madre que intenta corregir con cariño.

—Contigo no tenía ese problema —responde él sin dejar de mirarme.

Mis cejas se levantan.

—Porque no estabas nunca en la casa —le recuerdo, más sorprendida que molesta.

Él se encoge de hombros.

—Tal vez.

Y entonces suena su teléfono, el gesto que hace me dice que no le agrada lo que ve. Frunce el ceño, se endereza, y me dedica una breve disculpa con los ojos antes de dar media vuelta.

—¿Harper? —pregunta, mientras sale de la habitación con el aparato pegado a la oreja.

Lo veo desaparecer por el pasillo, su voz apaga al alejarse.

Me quedo sola mirando los lirios. Con el sonido del reloj, con el recuerdo de su sonrisa, que no debería importar tanto.

Me recuesto un poco más, entonces me doy cuenta que ha dejado sobre la mesita su otro teléfono, por la elegancia y caro que es, solo puede ser suyo.

Me incorporo del sillón despacio, mis piernas están algo débiles, pero me sostienen, me gusta caminar. Avanzo hasta la mesa, estiro la mano.

Tengo que llevárselo, tal vez lo necesite.

Camino por el pasillo con pasos lentos, no es muy lejos de mi habitación. La puerta de su oficina está entornada, dudo si entrar o interrumpir alguna conversación, tengo entendido que Harper es su asistente. Entonces escucho su voz, para molesto, su tono es frio. Eso me detiene.

¿Pasa algo grave?

—Ya no puedo más con esta mierda —dice y esto sí entendí bien—, no soporto esta situación. Extraño mi vida cuando todo era tranquilo, y solo el silencio era mi compañía.

Hace una pausa, parece que está escuchando a su asistente o quien quiera que sea.

—No tengo tiempo para bromas Emilio, desde que ese mocoso apareció, todo es un infierno.

Me congelo, no respiro, y está mal escuchar conversación ajena, me doy la vuelta, dejo el teléfono en una de las mesitas y vuelvo a mi habitación.

“Ese mocoso”, es mi hijo sin duda alguna.

Siento cómo algo dentro de mí se desgarra, odio tener que depender de otros, nunca he sido así, y que a mi hijo se le considere un estorbo, me duele por dos. Como si alguien tomara mi pecho y lo partiera desde el centro con las manos desnudas.

Me mareo, me sostengo de la pared, pero el temblor no se detiene.

¡Estúpida soy!

Solo porque me traía flores creí que al menos era un hombre de buen corazón.

Claro tal vez lo sea, y solo está cansado porque se vio obligado a tenerme aquí, a gastar miles de dólares, pero juro que le voy a devolver hasta el último centavo cuando sea el momento. No quería que llegara, sin embargo, viendo esta situación, no tengo otra opción.

Muerdo el labio con fuerza. No voy a llorar, no voy a hacerlo aquí, y menos por él. Trago la rabia, el dolor, la vergüenza.

Vuelvo a mi habitación, aprieto los puños sobre el regazo. Respiro hondo.

—Está bien —me digo—. Está bien, si quiere su vida de antes, la va a tener.

Yo también quiero la mía, y mi hijo no tiene porque aguantar desprecios, he luchado demasiado para hacerlo feliz y así será.

Charles vendrá pronto, hablaré con él y nos vamos de esta casa.

Cuando escucho sus pasos acercarse a mi puerta, cierro los ojos y me acomodo en la cama, de espaldas. No quiero verlo.

La manija gira. Entra, el silencio se espesa.

—Nora —susurra.




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