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CALAMIDAD
(Philadelphia – Estados unidos)
Febrero de 1807...
Suspirar con anhelos reprimidos se había hecho el diario vivir de Evolet Wright, pues a sus veinticinco años y con el título de solterona a cuestas no dejaba de soñar con un príncipe azul, que apareciera con brillante armadura y subido en su corcel la reclamara para él.
¡Patrañas!
Fantaseaba despierta, pero conocía de antemano sus defectos para tener más que asimilado que se había ganado el título a pulso.
Pues era conocida por su lengua sin filtros, la inocencia remarcada en cada comentario lanzado, pero sobre todo la torpeza de caerse o pisar a algún caballero o dama por lo menos tres veces en una misma velada.
Sin contar con su chaperona más arrugada que una uva pasa.
¡Ay!, esa era su abuela Guillermina.
Esa misma que le daba consejos que incluía un amante que la mantuviese no importando si era de edad avanzada, porque a comparación de su hermana menor, no poseía una mínima posibilidad de conseguir un prospecto de marido, por eso claramente se había quedado para vestir santos.
Porque Emily la había opacado en todos los aspectos.
Inclusive la belleza, porque su abuela se lo había recalcado tanto toda su vida, que ya no le dolía decir a viva voz que era fea.
Tanto como un pie.
Los vestidos no le hormaban por su profunda delgadez, de pechos inexistentes heredados de un padre fugitivo, y para rematar el cuadro, un rostro lo bastante común como para sacar la cara por ella.
Pues con su nariz puntuda extraería uno de esos días algún ojo al cristiano más desafortunado.
Y de su risa ni hablar.
Se reía como un puerquito desnutrido.
Para ella una cualidad, pero para su pariente anciana el complemento de una calamidad con piernas como lo era ella.
En conclusión, era perfectamente desastrosa.
Lo suficiente para estar en la mesa de aperitivos suspirando con su tercera copa de champagne por terminar sintiéndose levemente mareada, mientras veía danzar a Emily con el caballero que le mostró que le gustaba.
Es que era tonta, y nadie le ayudaba.
Mira que ponérselo en bandeja de plata.
Solo le faltó colocarle un moño para obsequiárselo.
Ella lo había visto primero.
Daba igual.
Para que se mataba la cabeza con absurdeces, eventualmente se aburriría de admirarlo y su hermana de coquetearle cuando el interés ya la hubiese abandonado.
—El señor Rider es igual de insulso que toda la población masculina —resopló empinándose la copa —. Una cara bonita y un aleteo de pestañas lo atontan, sin siquiera darme la oportunidad de demostrarle que también puedo ser coqueta —su amiga Antonieta, que la había estado acompañando en todo ese tiempo, rió por su comentario.
—Es que eres descarada —la miró con la boca abierta por la ofensa —. Era obvio que prefiriera a alguien más, si casi le partes un pie en el baile anterior —en su defensa, poseía dos bonitos pies izquierdos.
Él lo sabía, y para llegar a su hermana decidió arriesgarse.
Qué ahora no viniera a quejarse.
Ladeó la cabeza para analizarlo.
Después de todo se le había olvidado ese percance.
Y eso que ocurrió minutos atrás.
—Con razón parece que tuviese un palo metido entre las posaderas —o en todo caso ensuciado los pantalones.
Optó por la primera opción cuando el olor no lo delató.
—¡Evo! —la reprendió, pero no dejó de reírse por su comentario.
—Lo dejé chueco —continuó con su análisis —. Busquemos otro prospecto para mis sueños con los ojos abiertos —perdió el interés.
Así de fácil.
Sus enamoramientos eran fugaces.
Se armaba una vida entera en la cabeza en cuestión de segundos, para al parpadear estar inconforme con su elección, continuando con su búsqueda de hombre ideal.
Si fuera bonita, ya estaría tachada de casquivana.
Por lo menos a las feas como ella, todo se le iba en deseos.
—Por eso tu abuela te reprende —no sonó a reproche, más bien a conformismo al ver que no cambiaría.
—No menciones a la pasa —la regañó con la mirada, haciendo que suspirará en conjunto con los últimos acordes de la sonata poniéndose seria por primera vez, esperando que fuese la única en esa aburrida noche.
Es que odiaba las reuniones organizadas por la mejor amiga de su abuela.
La respetadísima Teresa, viuda de Culpepper.
Había pocos hombres rescatables para la visión, y sus enamoramientos se veían truncados con la imagen de caballeros seniles depravados en busca de amante.
Ni ella se salvaba.
Denotando lo desesperados que se hallaban.
» Sabes que le aprecio y agradezco que se haya hecho cargo de nosotras cuando mi padre desapareció gracias a una buena falda, y mi madre murió —no le importó decirlo a viva voz, cuando todos lo sabían, igual que ella entendía perfectamente el sacrificio de su abuela, aunque a veces necesitaba decirlo en voz alta para no tirar la toalla —, pero eso no quita que... —en ese momento se quedó callada viendo un punto especifico en el salón, conteniendo la respiración.
Qué bonita visión.
La más perfecta de todas.
Seguramente se atragantó con la saliva al tratar de excusarse por decirle de esa manera a su abuela, porque lo que estaba apreciando, entrando por esa gloriosa puerta brillando con luz propia solo había tenido la oportunidad de verle solo una vez en la vida, y de la mano de una dama que según rumores para esa época ni huesos era.
Ese cabello rojo no era de esas tierras.
Ni hablar de su estatura y musculatura.
Resaltaba al lado de los enclenques americanos que le obsequiaban caras de asco.
Es que parecía un guerrero pese a las ropas finas.
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Editado: 20.05.2023