Actuando Con El CorazÓn || T.S #1

XXXII

EMILY

 

(Londres-Inglaterra)

Puerto de Plymouth.

Diciembre de 1807…

 

Estaba hecha un desastre.

Olía a mar.

Odiaba al completo tener que congelarse el trasero con ese clima tan invernal.

No le gustaba en lo absoluto el ambiente insípido que se respiraba y para colmo, ni siquiera había terminado de salir de barco cuando por lo menos una docena de pares de ojos ya la miraban por encima del hombro.

¿Qué se creían esos ingleses?

¿Es que no notaban que ella también tenía dinero?

Es de tu hermana.

Esa insípida no es nada mío.

Resopló por millonésima vez, mientras se estiraba la falda del vestido, que claramente se apreciaba en perfectas condiciones, solo no podía aguantar tener que ser juzgada por su belleza, sino por ser novata en esas tierras.

—Me quiero regresar a América —zapateó, mientras el hombre del coche de alquiler cargaba sus baúles, sirviéndole de bastón a su abuela.

Esa que ya olía a cementerio, y se empeñaba por ir a todos lados con su persona para dejarla en ridículo, porque todos en América sabían que Emily Wrigth solo la tenia de su lado para ganar las indulgencias que le fueron negadas, por el simple hecho de nunca ser lo esperado.

Muy perfecta y deseada, pero siempre le ponían alguna pega para aceptarla al completo en su vida.

Como el marido de su amiga Serafina.

Ella vio primero a Liam, solo que el…

—Deja de quejarte, que me tienes con la cabeza grande —y para colmo de males compartía el mismo temperamento de la anciana, que en cualquier momento le estrellaría el bastón en la cabeza si no dejaba de decir las absurdeces que escupía cada segundo.

En ese aspecto, cuanta falta hacia esa torpe.

No recibía maltrato, pero nadie se aguantaba a esa octogenaria sin su dosis diaria de repartir golpes.

—Es que por más tiempo que pase sigo sin asimilar o entender, porque el abuelo nos hizo esto —si hubiese sido de diferente manera ya habría librado a su padre de las deudas, he ido con el lejos de ese lugar.

Lejos de Guillermina, y de todos sus achaques.

Pero, aunque lo amaba como nada en ese mundo, era consciente que no tenía una moneda en el bolsillo y mantenerse tan perfecta y hermosa como hasta el momento no era opción a su lado.

—No tienes que comprenderlo, mi niña —espetó palmeándole la mano —. Si quieres librarte del vicio de tu padre debes de ir a la fuente, sin importar el odio que le tengas —no podía ser tan calculadora, porque no sabía esconder el odio que le provocaba cuando le había ganado al hombre que le interesaba.

Tenía que quitarle al único que había llegado de verdad a su corazón, cuando tenía a media América para ella, pese a que se los alejaba con sus atributos.

Porque en su interior sabía que Evolet, pese a su torpeza llamaba la atención, pero ella se había encargado de alejar a los caballeros que la pretendía cuando tuvo edad suficiente para ser el centro de todo.

Hasta el señor Rider, que en un tiempo solo tenía ojos para la torpe insípida, pero fue pan comido con sus destacables encantos borrarle esa idea de la cabeza.

No tenía nada positivo, les estaba haciendo un favor, después de todo su hermanita jamás podría servirles como verdadera mujer.

Si le veían el lado bueno, le estaba ayudando en vez de lastimando.

Era una malagradecida que le pagaba con quitarle al hombre que amaba.

Y con este las riquezas y títulos que se merecía.

—¿Y cómo haremos eso? —Evolet no era de negarles nada, pero en cuanto a los manejos de la petrolera se tornaba reacia.

El dinero lo soltaba sin problemas, pero ese no era el dilema.

Algo más importante, y ese era el manejo de parte de la compañía siendo la que controlaba todo para que nada se saliese de su cauce.

—Déjalo en mis manos —eso le causó escalofríos, pese a que la maldad de la anciana nunca la tocaría.

Con eso, y ayuda del cochero se subieron al carruaje emprendiendo rumbo a la casa de los Stewart, teniendo la curiosidad a tope por las palabras de la anciana, que parecía en su mundo, con una sonrisa amarga en los labios, mientras a cada nada se reacomodaba.

Seguramente portaba la cintura destrozada por el viaje.

Rodó los ojos tragándose el bufido, acercándose a esta para ayudar a que se acomodase.

Después de todo, si no lo hacía dudaba que le contara lo que tenía en mente.

—Quiero ser la Duquesa de Montrose —chilló acomodando la cabeza en el hombro de Guillermina, que le palmeó la pierna.




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