Actuando Con El CorazÓn || T.S #1

XXXV

EVOLET

Hasta ese momento tuvo el valor de decirle uno de sus mayores secretos.

Lo que había estado ocultando por tanto tiempo.

Hasta de ella misma.

Porque en ocasiones lograba olvidar por completo que su existencia, o por lo menos la mayoría de ella era una completa mentira.

Lo único real eran los malos tratos de Guillermina, y el desprecio de Emily.

De resto…

Ni siquiera conocía el nombre de su verdadera madre.

O la razón para haberla dejado sin pensar en su futuro.

Sin que algo dentro de ella se conmoviera para dejarla tirada con ese supuesto padre, que nunca tuvo el valor para sacar la cara por ella.

Pero, tampoco podía hablar mal del todo de su abuelo.

Era el único, que sin demostrarle afecto le daba a entender que la apreciaba.

Por lo menos no la había dejado a su suerte.

Pero, nunca supo si era mejor la cura que la enfermedad, porque cuando murió le dejó a cargo de los seres que más daño le habían provocado.

Como si el poder la fuera a hacer una persona diferente.

Ella continúo siendo torpe, y toda sonrisas.

Riéndose de su desgracia.

Soñando despierta con el hipotético hombre de sus sueños.

Aunque eso ultimo si lo consiguió, el resto continuaba como un completo desatino.

No podía negarle nada a su abuela, ni mucho menos a Emily.

Muchas veces queriendo hacerse sentir, pero se arrepentía y aún seguía sin encontrar una razón convincente para desertar en la tarea de ser el banco ambulante de los dos seres que después de la cena, más que incomoda estaban reunidas con ella.

Exigiéndole una absurdes, que no estaba dispuesta a ceder.

—Nuestro padre puede morir si no dejas tus delirios de empresaria, y haces lo que ese hombre te pide —enserio Emily era una descarada.

No sabía pedir ni siquiera un favor.

Ese señor no era su padre ni de nombre, porque nunca la quiso reconocer, cosa que no era su deber, pero el de ella tampoco solventarle sus vicios y de igual manera lo hacía por la que creyó su hermana por tanto tiempo, pese a que ni las gracias recibía.

No deseaba el sentimiento de abandono para su vida, que ella experimentó desde que tenía uso de razón.

El ser rechazada por su propia sangre.

Porque bastarda o no, de alguna manera seguían siendo familia, pero analizarlo en esas instancias no servía para nada, puesto que, nunca la considerarían como otra cosa aparte de un error de cálculos.

—Le he dado todo lo que he podido, pero no pienso poner en riesgo el patrimonio del abuelo solo para seguir acolitándole las vagancias a ese hombre, que solo ayudó a nuestra creación —de ninguna manera cedería ante eso.

En ese aspecto perdía hasta el humor.

» Entrégame una suma razonable, y antes de que regresen a América les daré una carta para que puedan acceder al dinero que requiere, y las deje en paz por un buen tiempo —no podía hacer más.

—Lo que deberías darnos es todo el dinero, avara malagradecida —esa era su tierna abuelita —. Atrapaste a uno de los hombres más ricos de Europa, y sigues midiéndote con nuestro patrimonio, el cual está lejos de pertenecerte.

—Ese que ya no existiría si hubiera accedido a dejarlo en su poder —era tozuda como pocas.

Un silencio denso se formó en el estudio que le prestó papá Stewart, cuando avistó que no podía detener la reunión.

 —Ese no es tu problema, bastarda venida a más —reafirmaba que Emily era un amor de persona.

—Se te subieron los sumos con el deplorable intento de hacerte valer de tu marido, cuando bien sabemos que te soporta porque no tiene opción de librarse de ti, aparte de desaparecerte para siempre —él la quería, y no iba a discutir eso con sus amorosas parientes —. Pero, al parecer prefiere soportarte, que ensuciarse las manos con un desperdicio como tu —tragó grueso parpadeando con presteza, con un nudo en la garganta que no la dejó responder ante el agravio.

Tenía que ser fuerte.

Los Stewart la querían.

Archivald también.

El la apreciaba tal y como era.

El ardor en sus partes íntimas se lo corroboraba.

Las caricias y besos de esos días.

Las palabras dedicadas para que entendiera todo lo que lo hacía sentir.

Eso no era mentira.

No todo podría ser desastre en su vida.

Ella también tenía derecho a un gramo de alegría.

Por eso, hizo lo mejor que podía en esos casos.

No discutir con ellas.

No tenía porque, o simplemente ya las ofensas la tenían tan cansada, que estaba agotada de poner la mejilla como una experta masoquista.




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