Actuando Con El CorazÓn || T.S #1

XXXVII

ALISTAIR

Su temperamento la mayor parte del tiempo resultaba ser relajado, en comparación con los hombres de su familia.

De sonrisa fácil, con palabras malsonantes disfrazadas de parafraseo encantador que arrancaban suspiros, sin importar que estuviese mandando a la mierda a su receptor.

No obstante, llevaba un puñado de años fingiendo ser el mismo chiquillo que ingresó a Eton.

Ese muchacho ingenuo, que entró a esa jauría de lobos hambrientos con las ilusiones de parecerse medianamente a su padre, teniendo de ejemplo a su hermano, pero en el camino sus ideales se torcieron.

Su mente cambió.

Las personas en su entorno lo hicieron desistir de la idea, al ver la putrefacción encubierta entre camisas de algodón y trajes ceñidos a la medida.

Consiguiendo, que por primera vez odiara la sangre aparentemente azul, que corría por sus venas.

Su familia no pudiendo compararse con esos seres carentes de racionalidad y calidad humana, sin embargo, eso no lo hizo desistir en la idea de ser mejor que el común.

De ayudar, en vez de poner su grano de arena para hacer miserable a las personas que lo rodeaban, sin tener una razón valedera.

Cesando en los intentos por ser alguien que no era, consiguiendo el valor suficiente para inclinarse por algo que valiera la pena.

Sin dejar de ser un cobarde, puesto que, continuaba fingiendo una vida que no era la suya, pese a sus esfuerzos por no defraudar a nadie.

Aprendiendo a odiar en el proceso la falsa perfección de su hermano, que cuando más lo necesitó le dio la espalda, dándole a comprender que sentir era sinónimo de debilidad, y que hasta el más insensible podía caer en las garras de eso que todos catalogaban como amor.

Y que, si de verdad quería ser alguien irrompible, no se negaría a apreciar lo que la existencia le ofreciera.

Porque evitar sentir te hacia frágil en ese sentido.

Un blanco fácil.

Por eso se permitió experimentar desde atracción, hasta eso que aun mantenía unido a sus padres, mirándose como si fuesen la existencia del otro.

Cosa que había logrado con el paso del tiempo.

Dejándose guiar por los bajos deseos, que percibía la piel cuando otro ser le atraía.

No pasando de arrumacos de cama y despedidas sin promesas de volver a verse, por lo menos en un futuro próximo.

Hasta ella.

Hasta que sus ojos tuvieron la visión perfecta de Emily Wrigth.

Esa americana que con sus curvas de infarto, belleza envidiable y coquetería nata lo estaba encandilando.

Como todas en el pasado, porque era de los que todo le entraba por los ojos en cuanto a sus deseos se trataba.

Aunque, eso parecía levemente diferente si tenía en cuenta, que ya la había estudiado más que a sus anteriores amantes.

Pero, era entendible cuando la damita que se le trataba de meter por los ojos estaba residiendo en el mismo lugar, y con sus pestañeos incesantes le revolucionaba la bragueta.

Y él era un hombre débil, que se dejaba seducir por la primera que requiriera de sus atenciones.

Sin embargo, continuaba diciendo que ocurría algo diferente con ella, pues nunca se le habían nublado de esa manera las ideas.

Hasta el punto, de permitir que se internara en sus creencias.

Manipulando sus pensamientos, cuando con palabras susurradas con aquella voz tan sensual mandaba descargas dolorosamente placenteras a una parte especifica de su cuerpo, poniéndolo a pensar no precisamente con el cerebro.

Creyendo aparentemente en todas y cada una de sus penurias, logrando que viese “la verdadera cara” de su cuñada, mientras caía en un hechizo que le sería casi imposible librarse hasta que no se desahogara como era debido.

Ratificándolo, cuando salió de su cama completamente desnuda con el cabello cayéndole hasta el nacimiento del trasero, mientras esta le hablaba de lo que había ocurrido en la velada de la que hicieron arribo un par de horas atrás.

Con el cerebro despejado, y la mente trabajando sin tener la tentación, cuando esta por el momento había sido saciada.

—¿Me estas escuchando? —preguntó con el tono hastiado que últimamente la caracterizaba.

Perdiendo la dulzura con la que en un principio lo engatusó.

A decir verdad, si pensaba con la parte del cuerpo que debía, ese era su tono habitual.

—No estoy puesto en esa tarea si te soy sincero, pero puedo comenzar a hacerlo en estos momentos —fingió una sonrisa de medio lado de niño travieso, que de por si lo caracterizaba, consiguiendo que rodara los ojos y bufara, pero que, con una mano le restara importancia.

Se acomodó de medio lado en la cama, apoyando la cabeza en una de las manos para no perder la visión que le estaba obsequiando.

Porque era excesivamente hermosa la condenada, pese a que, estaba buscando razones valederas para que su interés echara raíces y…




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