Me quité por fin el dije después de escuchar las trescientas mil y un palabras de aquél que me rompía el corazón una vez más. No di explicaciones, solo me levanté y devolví mi regalo favorito entendiendo que era el fin. No habría segundas oportunidades, pues ya nos habíamos dado mil.
Su “me rindo” había sido suficiente para entender que de una vez por todas era lo mejor, que ya no importaba cuántas reglas vencía el sentimiento, eso era todo. Habría siempre igual una lista enorme de canciones con su nombre y nuestra historia, las canciones de esos cuatro que nos habían unido. Pero no teníamos por qué seguir tolerando tanta bala perdida.
Y así, sin más, cada uno tomó por su lado con la mochila a cuesta, intentando seguir sin la mitad del alma, sin la mitad del corazón, con los pedazos de sueños sobre la mano tallando heridas silenciosas, de esas que duelen cuando al fin te quedas solo en la noche, cuando aturden los pensamientos. Esperando que los recuerdos no pesaran tanto.
Y fue difícil, sobre todo cuando el dije volvió a mis manos en un sobre que decía “Acuérdate de mí”. Y el problema no era el dije, tenía una pila de regalos de su mano y cosas que inevitablemente me remitirían a él. El problema era yo, que inevitablemente buscaría un mundo entero de excusas para traerlo a cuento a mi vida y jamás olvidarme de él. Sí, por los centenares de momentos, por las benditas cuerdas del bajo de Simón y los sombreros de Juan Pablo, siempre, siempre de los siempre me acordaría de él. De eso no había dudas y aunque hubiese jurado que nunca más volvería a verlo, estaba segura de que esa definitivamente no era la última vez.