“Ella siguió con su vida, sin mirar para atrás (…)”
De Balas Perdidas, Morat.
Habían pasado días ya desde aquella noche de pesadilla. Desperté sin recordar ni la mitad de mi vida. Hubiera sido lógico de haber acudido al alcohol, pero de lo único que había abusado hasta entonces era de las lágrimas.
Vi la nota sobre la mesita de noche y me di cuenta de que efectivamente no había sido un sueño, de que había perdido mucho tiempo valioso intentando sacar el dolor y la miseria de esa despedida.
Deslicé los pies sobre el piso helado y caminé hasta el baño. El espejo me descubrió casi sin reconocerme, aunque en medio de la oscuridad de mis ojos, todavía brillaba algo, un pequeño rastro de lo que había sido y las migajas de lo que quedaba de mí.
Volví la vista sobre la nota. “Acuérdate de mí” — Leí en una perfecta cursiva surda. Casi envidiable que escribiera tan bien, envidiable que jugara a la perfección, que ganara la partida.
¿Sonaba a promesa o amenaza? ¿Estaba de chiste acaso? Se había ido dejando un último ataque, asegurándose de que con eso definitivamente nunca más me olvidaría de él, por mucha distancia que hubiera. Tres malditas palabras al lado de un pedazo frío de metal eran suficientes para encasillarme y perder por fin la guerra. Salir ileso de un ataque semejante era casi un sueño imposible. Ni quemando todos los capítulos que habíamos escrito, ni perdiendo la memoria estaba segura de su recuerdo. Y entonces entendí que aquello que algún día nos habíamos prometido y que creía estaba sin efecto, se convertía en una nueva promesa… Definitivamente no me olvidaría de él, pero eso no era excusa suficiente para anclarme a su recuerdo. Así que sin que él lo supiera devolví en un susurro la promesa.
Volví a la habitación. El día estaba precioso, así que dejé que la música saliera por la ventana con toda fuerza, mientras me deshacía o fingía deshacerme de todo lo que cargaba con su nombre. Aunque sí, para olvidar no hay atajos, mucho menos con amores como esos, que nacen entre miradas de conciertos.