ADAPTACIÓN - PRIMERA PARTE
PARA LEER BAJO LA LUNA
LA DESPEDIDA
1. El viaje
Cuando un amigo se casa, la costumbre es realizar un
festejo íntimo, entre amigos; mujeres por un lado y hombres
por el otro. Por lo menos así es en Argentina, no sé cómo
será en otras partes del mundo.
Organizamos ir a Mar del Plata, una hermosa ciudad
balnearia al sur de Buenos Aires, por el fin de semana.
Partimos un viernes a la tarde, después de trabajar. Viajamos
en cuatro autos, en horarios escalonados según la
conveniencia de cada uno. Éramos once en total.
Con la ciudad atestada de autos, nos demoró algo así
como una hora para salir a la ruta nacional número dos.
Pero nada importaba, el viaje había comenzado y todo era
buen humor, mates y anécdotas. Estábamos enfocados en
que el Francés se divierta y la pase bien.
De mi parte, el viaje también significaba un reencuentro
con viejos amigos de la escuela primaria. Con el novio
nos conocemos desde jardín de infantes. Todos cambiamos,
estamos grandes, y valoramos mucho nuestra historia. Así
que el viaje de ida con el Mono y Lalo en mi auto, fue una
puesta al día de la vida de cada uno.
Mientras tanto, los mensajes de texto viajaban de un
auto a otro, contando en qué kilómetro estábamos e intercalando
algún que otro chiste; algunas paradas para ir al
baño, fumar un cigarrillo y estirar las piernas, hicieron un
viaje muy ameno y tranquilo que no demoró más de cuatro
horas y media hasta llegar a la que se conoce como “Ciudad
feliz”.
Coincidimos ese fin de semana con la final de la Copa
Davis de tenis. El equipo argentino enfrentaba al visitante
español, con grandes chances de ganarla por primera vez
en la historia y de local. Por lo tanto, mirar algún partido o
mínimamente estar a la expectativa de los resultados, era
un plus.
2. La casa
Llegamos de noche al barrio Los Troncos. Lalo había
contactado a una inmobiliaria que nos reservó una casa
enorme en una linda zona y para todo el fin de semana, por
unos pocos pesos cada uno, ya que todavía no comenzaba
la temporada alta.
De piedra a la vista, con una puerta de ingreso lateral
que daba la bienvenida al living comedor, donde se encontraba
una enorme mesa de madera dura, la cual luego, nos
comentó la dueña de casa, que era Luis XV, por lo que nos
pidió especial cuidado. Un arco dividía la sala de estar, la
que contaba con dos sillones grandes y dos individuales,
una televisión y un equipo de DVD, que en esa época todavía
era útil.
En un lateral del comedor, una pared estaba cubierta
con una delgada cortina blanca que impedía la visual de la
otra sala, separada por una gran puerta de vidrio y madera
cerrada con llave, la cual nos había advertido que no estaba
disponible.
Hacia el fondo de la casa había dos pasillos; el primero
era el acceso a las dos habitaciones grandes, con cuatro
camas en cada una, y a una tercera habitación con una
cama matrimonial, la cual me adueñé al instante colocando
mi valija encima.
El segundo pasillo accedía a un pequeño lavadero interno,
a la cocina y a la puerta del jardín donde se encontraba
la parrilla.
El garaje techado tampoco nos fue habilitado, pero el terreno
tenía suficiente espacio al frente para que tres autos
pasaran la noche dentro de la propiedad a la intemperie, y
uno quedaría estacionado arriba de la vereda.
Cada uno ocupó una cama según el orden de llegada
a la casa y la rápida capacidad de decisión. Ya instalados,
comenzó la inspección de esta antigua pero pintoresca casona,
con muebles de época, muchos pasillos además de
los mencionados y varias puertas cerradas con llave que no
sabíamos adónde conducían.
Desde afuera, podíamos ver que había un segundo piso,
pero jamás encontramos la escalera, aunque sí había una
puerta cerrada y clausurada con un enorme placar en la
que sería mi habitación. Intentamos moverlo entre tres, con
el Tirulo, el hermano menor del novio, y con Lalo, pero tan
sólo lo corrimos diez centímetros y con probable riesgo de
romperlo. Apenas podíamos abrir la puerta, por lo que veíamos
todo oscuro. Inmediatamente la cerramos y dejamos
todo en su lugar. No volvimos a hablar del tema.
3. Los once
Ya pasada la medianoche nos aprontamos para ir a
cenar. Teníamos mucho hambre, estábamos un poco cansados
y como las expectativas de sofisticación eran pocas,
una pizzería a un par de cuadras fue lo que más nos convenció.
Una mesa larga, algunas cervezas y varias porciones de
muzzarella, acompañaron la noche. Al novio se lo veía muy
contento. Enseguida me sentí muy a gusto con aquellos
que no conocía, como a Chapu, el hermano de Lalo, quien
resultó había vivido a la vuelta de mi casa durante algunos
años de nuestra infancia y conocíamos varios personajes
del barrio; y a Agustín, amigo de el Mono, que le puso mucha
onda durante todo el viaje, salvo el regreso en auto que
durmió las cuatro horas.
También descubrí el apodo de “hueco” excelentemente
atribuido a el Mono por su gran capacidad estomacal para
comer cuanto alimento cruzara frente a sus ojos. No lo imaginen
gordo, sino todo lo contrario, hace mucho deporte por
lo que “el cuerpo le pide”, es la excusa.
El Tirulo y el Viejo son los hermanos del novio, a quienes
conozco desde que nací. Al Tiru lo conozco desde que
nació él, ya que es menor ¡Cómo olvidar sus peleas con
Carlos cuando su cara se tornaba de color rojo furioso y
no había manera de detenerlo por la impotencia que sentía
cuando lo molestábamos! El Viejo, si bien es más grande,
es uno más del grupo y un líder.
Otro que se sumó a último momento del viaje es Amazonas,
el novio de otra compañera de la primaria, un personaje
digno de conocer, que según me contaron estuvo un
tiempo viviendo en el Amazonas, de ahí su apodo. Un tipo
con una gran cultura y muy tímido a la vez, aunque siempre
de buen humor y con una sonrisa.
Desde Brasil había llegado Río. Lo conocimos desde
chicos jugando en la cuadra donde todos vivíamos, época
en que las escondidas y los partidos de fútbol eran impostergables.
En realidad, el fútbol, las escondidas vinieron
después para poder jugar con las chicas del barrio. Y Río,
que se había ido a vivir a Brasil hacía varios años, estaba
igual de cómo lo recordaba, sólo que se había hecho unas
rastas a la altura de la nuca.
El último de los once era Santi, de la edad del Tiru, a
quien también conocíamos desde que nació. En él redescuadaptaci
brí a una gran persona, con muchos valores detrás de esa
cara de nene y apariencia de atorrante.
Este era el grupo, y todos estábamos motivados planeando
todo para que Carlos se divierta.