Adele: Alma De Gitana (serie Femme Fatale #4)

CAPÍTULO V

Había una bruma negra. Se fue disipando y vio una casa. Estaba un poco descuidada. Vislumbró a una mujer, traía capucha, pero los hilitos de cabello rojo que sobresalían y su forma de moverse, le hizo notar de inmediato que era Jasmine. Susurró su nombre, pero alguien la tomó de la mano y la detuvo antes de ir tras ella. Se giró. No podía ver su rostro, estaba borroso. Pudo ver una joya en su cuello. Era un ámbar precioso. Conocía ese collar. 

 Era de su madre.  

De inmediato, ese sentimiento de familiaridad inundó su ser, no podía verla, pero tenía la certeza que la mujer que la estaba arrastrando entre tanta oscuridad, como si quisiese sacarla de allí, era su madre.  

De pronto, estaban frente a otra inmensa casa. Soltó su mano y continuó caminando. La siguió. Sintió un escalofrío al estar allí. Un dolor insoportable caló sus huesos. Era terrible ¿Quién había podido soportar tanto dolor? Se detuvo, simplemente no podía seguir. Era un dolor en el corazón insoportable, que le quemaba el pecho y le cortaba la respiración. Su madre retrocedió, acarició su rostro y la ayudó a seguir hasta una habitación. Se paró en medio de la estancia, al lado de una de las camas. Se desvaneció. Al igual que todo su sueño. 

Decidió dar un paseo nocturno para calmar sus emociones. Ahora podía hacerlo acompañada de Erika, que era la que gozaba más de sus sueños a media noche. Se sentó en uno de los árboles de cerezo que colindaban en la propiedad. Dejó la lámpara de gas en el pasto y colocó el papel amarillento que traía en las manos sobre sus piernas. Comenzó a dibujar. 

¿Qué estaba soñando?  

¿Qué estaba tratando de decirle su madre? 

Era tan doloroso pisar esa casa. No tenía idea de lo que había ocurrido allí. Pero debió haber pasado una completa atrocidad. ¿Qué tenía que ver con Jasmine? 

Estaba confundida.  

—No debería salir a pasear tan tarde—alzó la mirada. El conde estaba frente a ella. Sus palabras no tenían reproche, se le veía muy sereno. Adele sonrió. 

—A Erika le gusta pasear por las noches, cuando nadie la molesta— palmeó el pasto a su lado, invitándolo a sentarse. Erick lo hizo sin protestar y mientras lo hacía, ella ocultó el papel—¿Cómo supo que estaría aquí? —el conde señaló hacia el castillo. 

—Ese es mi despacho. Sabe que me quedo hasta tarde en él y ya han sido varias ocasiones en las que una silueta a lo lejos acompañada de un animalito, captan mi atención siempre que veo por la ventana—Adele sonrió, agachando su cabeza, avergonzada. No todos los días se sentaba en el árbol de cerezo, a veces corría como una loca detrás de Erika, hablaba o bailaba con ella. No sabía porque se sentía tan avergonzada si siempre lo hacía con soltura.  

Su relación con el conde se había vuelto más llevadera. Erick conversaba con ella y se vio impresionado por la cantidad de cosas fascinantes que la gitana guardaba en su mente y la manera tan apasionada en que lo expresaba todo. Él la escuchaba atentamente, aunque había ocasiones en que intervenía y le contradecía. Adele disimulaba el enojo que le causaba terminando la conversación y él disimulaba la diversión que le causaba, suspirando. Era como una luz colorida y fresca que le había dado vida al castillo, incluso al pueblo. Erick estaba consciente de ello. 

Adele por su parte, disfrutaba del carácter tan sereno que el conde le había mostrado una vez que la confianza entre ellos se había fortalecido y ya no tenía tantos problemas encima. Tenía una sonrisa hermosa y era todo un caballero, aceptaba sus errores cuando los cometía y conocía sus defectos, lo suficiente como para controlarlos cuando sabía que se excedía, especialmente cuando su mal humor a veces afectaba a la servidumbre e incluso a la misma Adele.  

Había un detalle en particular que le turbaba de buena y mala manera en partes iguales. Adele estaba acostumbrada a hablar y ser escuchada, nadie nunca ponía en duda la veracidad de sus palabras. Por más que renegaran, ella sabía que muy en el fondo, sus palabras lograban el efecto que quería y eran aceptadas. Con Erick, no solo no podía ver si eran aceptadas o no, él refutaba cada palabra suya con unos argumentos que la sacaban de quicio, a tal punto de tentar a su inmensa paciencia. Erick no la escuchaba y atendía lo que decía, no, siempre le daba la vuelta a lo que decía. Así que, había conversado mucho más con el hombre de lo que alguna vez lo había hecho con otra persona.

—Debería llevar a Erika al veterinario. 

—¿Veterinario?  

—No podemos curar esa pata nosotros, no veo mejoras, ya ni siquiera hace el esfuerzo en afincarla. Erika necesita ser revisada por un profesional en el campo—le explicó el conde. 

 Adele sonrió internamente, sintiéndose mal por haber pensado en algún momento que habría querido hacerle daño al animal. Muchas veces se dijo que aquella situación podía ser comparada con sus sueños. Cada momento se convencía a sí misma que Erick no era capaz de cometer tal atrocidad. Pero las imágenes seguían atormentándola y era tan difícil. Ya se acercaba el momento en que la peste se exterminaría y ella no tendría excusa para quedarse e intentar de averiguar y arreglar las cosas. A veces pensaba que, si lograba resolver los asuntos del condado, él no tendría ninguna razón para hacerle daño a sus amigas, pero luego tenía el presentimiento de que había algo más profundo y que tenía que ver con su familia ¡Era tan extenuante!

—No sabía que había un veterinario por aquí. 

—Las grandes tierras, necesitan veterinarios, señorita Adele.  

—En todos mis viajes, jamás he conocido a un veterinario—dijo, intentando ocultar su malestar—. Sólo a personas muy buenas atendiendo animales, pero no a académicos.

—Ahora lo conocerá. Iremos mañana, después de sus clases. 

—Gracias.

—Es lo menos que puedo hacer por usted luego de la ayuda que me ha brindado—se levantó—. Debería ir a descansar.  




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